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Urquiza esq. Abbey Road
Marindia y la banda sonora de mi vida

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Urquiza esq. Abbey Road versión audio, octava entrega: El lugar es Marindia; la época, la década de 1970. En las temporadas de verano, Eduardo Rivero era el disc jockey del club del balneario y así lo recuerda en esta columna.

Por Eduardo Rivero ///

Me crié en un barrio con almacenero gallego y placita de deportes a una cuadra. Con el mismo amor y orgullo con que otros recuerdan su prestigioso colegio, yo evoco mi escuela y sus varelianas túnica y moña. Vale decir: Soy hijo de la clase media uruguaya. Mi viejo fue un odontólogo que eligió ejercer en el Cerrito de la Victoria en vez de optar por los barrios que hicieron ricos a sus colegas. Y tuvo, como buen pequeño burgués de los años 50 y 60, el uruguayísimo sueño de la casita en el balneario.

En ancas de su sueño, pude ser niño, adolescente y joven en Marindia, un precioso y modesto balneario de la Costa de Oro a 40 kilómetros de Montevideo, que se abre como un balcón al mar desde la altura de una meseta cubierta de pinos. No hay circunstancia más afortunada en mi vida que el haber crecido allí, en ese sitio de calles aún hoy de tosca, con chalets de frentes revestidos en piedra laja, ventanas con rejas de hierro en rombos y sus nombres pueriles que me siguen llenando de ternura: “Mi refugio”, “Tú y yo”, “El escondite” o siglas hechas a partir del nombre de los hijos de los propietarios, como “Jor-Car” o “Ali-Mar”.

Un balneario sin lujos, sin infraestructura de servicios, sin turistas extranjeros, donde conocí a los cuatro o cinco años a los amigos que aún hoy siguen siendo mis amigos más queridos y donde ocurrieron todos mis debuts posibles: allí canté en público por primera vez, allí di mi primer beso, allí… sí, también. Sobre todo, en Marindia descubrí mi conexión inmensa e imperecedera con la música. Hasta hoy, el incomparable Rubber Soul de The Beatles es Marindia en el verano del 66.

Debo decir que la Marindia de mi niñez y mi adolescencia llega, claro, desde el recuerdo de calientes veranos con playa e interminables partidos de volley bajo un sol calcinante, y asimismo de noches calurosas con mágicas caminatas ya entrada la madrugada bajo la bóveda de estrellas más asombrosa del planeta. Pero por alguna misteriosa razón, la Marindia que mi memoria prefiere es aquella deliciosa y recubierta por una cierta pátina de melancolía de fines de temporada, cuando el sol oblicuo de marzo o abril obligaba al primer pulóver, las casas iban quedando vacías e incluso abundaban los días de lluvia que me invitaban a leer, junto a la melodía incomparable de las gotas pegando contra el ventanal del living, los libros de la colección Robin Hood: Sandokán de Emilio Salgari, Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain o 20.000 leguas de viaje submarino de Julio Verne.

Esos recuerdos se proyectan en mi cabeza como una película. Y como buena película, tiene una banda sonora inolvidable: los discos que cuando adolescente me encargué de seleccionar para los bailes en el Club de Pesca, mi primer trabajo –por más fuera honorario– y el mejor de todos los que he tenido. Porque nada se compara a elegir música para una pista animada y llena de amigos.

Los tocadiscos y al amplificador estaban en un entrepiso de madera, así podía observar la pista desde lo alto. La veía poblarse, agitarse como un mar enfurecido, disfrutar, y nada de lo que vino después –trabajar junto a músicos célebres, hablar en la radio, cantar en el Solís, escribir en prestigiosos medios, enseñar o publicar libros– se compara a aquello que en realidad arrancaba de tardecita, mientras los últimos bañistas iban abandonando la playa, a poquitos pasos del club, y yo subía a aquel entrepiso, encendía el equipo y ponía música.

Invariablemente, todas las tardes arrancaba la selección con la misma canción: What the World Needs Now is Love escrita por el gran Burt Bacharach y cantada por Jackie DeShannon. En febrero de 1970, cuando se inauguró el Club de Pesca de Marindia mi inglés no era muy bueno, pero años después comprendí la belleza de la letra de esa balada hermosísima:

What the world needs now is love, sweet love
it’s the only thing that there’s just too little of
What the world needs now is love, sweet love
no not just for some but for everyone

(Lo que el mundo necesita es amor, dulce amor
es la única cosa de la que siempre hay escasez
lo que el mundo necesita es amor
y no para apenas algunos sino para todos…)

Entonces tenía 17 y todo estaba por vivir, todas las carreteras estaban por recorrerse y en aquellas tardecitas, la emoción al escuchar aquella melodía era la propia del adolescente descolocado e hípersensible que jamás volveré a ser.

Por las noches y bajo aquel entrepiso, mis amigos bailaron, como auténticos himnos del verano del 70, Venus de la banda holandesa Shocking Blue, Evil Ways del primer disco de Carlos Santana, Proud Mary de Creedence Clearwater Revival o Aquarius/Let the Sunshine In del maravilloso grupo vocal The Fifth Dimension y uno de los primeros hits de heavy rock que ya tenía un par de años pero que nos volvía locos: Born to be Wild de la banda canadiense Steppenwolf y que formó parte de la banda sonora de Busco mi destino. Y cuando llegaban las lentas –porque en esa era todavía existían las lentas en las pistas– bailaban en una baldosa baladas como Honey de Bobby Goldsboro o Make it With You de Bread.

Yo era ya “el loco de los discos”, el pibe que se guardaba la plata que me dejaba el viejo para pasar de lunes a viernes solo en Marindia y que comía pan y fiambre con tal de poder ahorrar para –al menos– un long play por semana. El loco que se iba a Montevideo a comprar de contrabando el simple inédito de Venus en un kiosko de la calle Juan María Pérez que traía discos de Buenos Aires, inconseguibles aquí, y los vendía a precio de ópera.

Si existiese una máquina del tiempo y se pudiese regresar al pasado elegiría volver a aquellos bailes y especialmente a aquellos atardeceres. Elegiría volver a sentir el alma desconcertada y a estrenar de entonces, cuando encendía el equipo de audio allá en lo alto del entrepiso, mientras los bañistas tardíos iban saliendo de la playa, empapados y felices, y al pasar junto al Club de Pesca escuchaban por gentileza de este loco por la música una letra que asegura que el amor, el dulce amor, es lo único de lo que siempre hay escasez en este mundo.

***

Emitido en En Perspectiva, programa del lunes 22.02.2016, hora 10.20. Publicado originalmente en Urquiza esq. Abbey Road, el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net, el 6.1.2016.

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Foto en Home: Eduardo Rivero. Crédito: Pablo Izmirlian/EnPerspectiva.net.