Notas

Urquiza esq. Abbey Road
Brasil

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Novena entrega de Urquiza esq. Abbey Road versión audio: Crónica de un viaje en auto desde Montevideo a San Pablo a comienzos de la década de 1980 y con una banda de sonido llena de samba saliendo desde el pasacassette de un Grumett Sport.

Por Eduardo Rivero ///

A Federico y Daniel, hermanos de carretera.

Estoy paralizado. Hace días que enfrento la pantalla sin decidirme a escribir una sola línea. ¿Valdrá la pena escribir sobre un viaje en auto que ocurrió hace 36 años? ¿Qué tendrá que ver ese viaje con la música? En realidad tiene mucho que ver. Allí descubrí una buena parte de la música de Brasil que aún hoy me emociona. Tal vez algún lector pueda decir “y a mí qué me importa leer sobre tres pibes devorando kilómetros camino a San Pablo”. Aún así quisiera subirme de nuevo a aquel Grumett Sport modelo 1980, mecánica Chevette, carrocería plástica color azul tinta y techito corredizo, un auto esbelto y sencillo a la vez. Quisiera subirme como tantas veces lo hice en estas décadas en noches de insomio, o para combatir el tedio en salas de espera. ¿Por qué no hacerlo una vez más?

Vuelvo entonces a un pequeño apartamento en Mercedes y Cuareim, donde quedaba una agencia de publicidad en la que trabajábamos siete hombres de la misma edad –algo menos de 30– y a la que dirigía Federico, compañero de primaria e íntimo amigo de la niñez. Vuelvo a estar en el momento preciso en que se abrió la puerta y Federico entró hecho un huracán.

—¡Estoy enamorado! ¿Enamorado, entienden?

Morocho, con sonriente cara de gatuna expresión y un lejano parecido a Paul McCartney, Federico tenía novia “en serio”.

—Me alegro por tu novia —respondió el gordo Jorge, administrador de la agencia.
—No me entendés… en la cola para cobrar los cheques en el Banco de Boston conocí a una brasilera y me enamoré totalmente.

En esa agencia todo era posible.

—¿Qué día es hoy? ¿Martes? Bueno… ¡El jueves me voy a Brasil en auto a verla! ¡Y vos y vos vienen conmigo! —agregó señalándonos a Daniel, el diseñador gráfico, y a mí, redactor de la agencia.

—Pará Federico, pensá —intervino Jorge—. Daniel y Eduardo ya tuvieron su licencia, no pueden irse…
—Yo los autorizo. ¿No soy el dueño?
—Sí, sos, pero … ¿y la plata para el viaje? Falta para pagar los sueldos. Estamos recién a 20 de setiembre y…
—¡Y nada, les hacés un vale y chau! A ver… yo pago toda la nafta. Ustedes dos pongan para la comida y hoteles… ah… y manejo yo solo, ¿ta? —concluyó Federico satisfecho.

Daniel y yo nos miramos con una mezcla de incredulidad y la alegría propia de quien sacó la lotería. Ese sería mi primer viaje al gran país vecino.

El hecho es que ese viernes tras el horario de oficina, los tres abordábamos el flamante Grumett Sport de Federico y poníamos rumbo a Brasil en búsqueda de Tilly, la brasileña, residente en Americana, ciudad del Estado de San Pablo, a unos 200 kilómetros al norte de la capital estadual. La primera parada fue a las puertas de la novia “oficial”, de quien Federico se despidió efusivamente, alegando que se iba de viaje por prescripción médica.

—Le canté mucho estrés —dijo, volviendo ocupar su asiento ante el volante.

Al doblar la esquina, frenó de golpe, se llevó una mano a la cara y gritó:

—¡Me saco la careta! ¡Brasil! A ver, vos, “grandote bobo” —dijo dirigiéndose a Daniel con su pelo negrísimo, su eterna sonrisa, sus pocas palabras y su metro noventa de estatura—. Abrí la guantera y sacá el cassette que hay ahí y ponélo. ¡Y subí el volumen que hay que ir creando ambiente de Brasil!

“Este amor
Me envenena
Mas todo amor
Sempre vale a pena…”

El cassette era Gostoso Veneno de Alcione. Yo no tenía la más mínima idea de quien era. Sucumbí instantáneamente a todo su samba, todo su jazz a la vez, a esa garganta poderosa y de un brasilerismo total. A medianoche llegamos al Chuy con el tanque de nafta casi en cero. El sereno de la única estación Ancap dijo que no podía hacer nada.

—¿Usted sabe quien soy yo? ¡Soy el capitán Federico, del Ejército, en viaje a Brasil!

Era 1980 previo al plebiscito, plena dictadura. El pobre hombre terminó yendo en su destartalada Velosolex a despertar a la propietaria de la estación —no fuera a ser que el Capitán se enojase— y la mujer, en robe de chambre, llenó el tanque.

—Buenas noches capitán —saludó ceremoniosamente cuando volvimos a poner proa a Brasil.

La noche se hizo madrugada y la madrugada día, y llegamos a los accesos a Porto Alegre con el cuerpo molido y el alma fresquita. Por suerte había otro cassette de Alcione, Alerta Geral.

“…Não posso mais alimentar
A esse amor tão louco
Que sufoco!…”

—Qué temazo Sufoco, ¿no? ¡Tilly, ya voy! —gritó Federico.

Comimos de apuro unos snacks y nos tiramos a dormir en el propio auto, en pleno mediodía gaúcho y a metros de la carretera. Apenas una hora después ya rodábamos de nuevo, camino a Florianópolis. De pasada, en un bar de camioneros, habíamos comprado algunos cassettes.

“…Vai manter a tradição
Vai meu bloco tristeza e pé no chão…”

Esta vez me tocó descubrir a otra sambista increíble: Clara Nunes. A medida que nos alejábamos del Uruguay nos sumergíamos en el Brasil profundo y todo cambiaba. Veíamos cada vez más palmeras y bananeros, más y más cabañas de madera y palafitos de colores vivos, más y más pobreza, más y más fábricas y sobre todo cada vez más camiones en la ruta, que no podíamos pasar y nos obligaban a viajar tras ellos durante decenas y decenas de kilómetros viendo curiosas inscripciones religiosas o de amor en sus paragolpes.

Pensar en llegar —sin dormir— a Florianópolis ese mismo día era una locura, pero a esa edad la locura es una opción lógica. Lo mejor de todo era la creciente sensación de hogar dentro de aquel auto azul; la maravilla de sentir la pertenencia a esa tripulación. Clara Nunes seguía con nosotros:

“O mar serenou quando ela pisou na areia
Quem samba na beira do mar é sereia…”

Bien entrada la tarde paramos en Laguna, un precioso balneario, en ese entonces de edificación baja y casas antiguas, de estilo colonial. Paramos en Itapema y compramos más cassettes en una tienda que parecía un chalet tirolés.

Federico, con su experiencia de corredor de rally, era hábil e incansable al volante, pero cuando ya era noche cerrada y Florianópolis se acercaba, sus manos posadas en el volante temblaban de agotamiento. Llegamos a un apart-hotel para zambullirnos en la cama sin fuerzas ni para comentar los entretelones del viaje.

“Lança menina
Lança todo esse perfume
Desbaratina
Não dá pra ficar imune
Ao teu amor
Que tem cheiro
De coisa maluca…”

Lança perfume de Rita Lee, a quien tampoco conocía entonces, estaba en todas partes. Latía en el corazón de Brasil. La escuchamos en la radio, en la tienda de Itapema, en el hall del apart-hotel, y ahora también en el pasacassette del Grumett. Rita había sido cantante de Os Mutantes en los años 60 y ahora era la sensación pop, el costado no sambista de la música de Brasil.

A las seis de la mañana ya estábamos camino a San Pablo donde pensábamos llegar esa noche tras una segura maratón automovilística. Dejamos Santa Catarina tras una breve parada en Blumenau, cruzamos Paraná y encaramos el impresionante camino de sierras entre Curitiba y San Pablo plagado de cruces con los nombres de los camioneros muertos en accidentes y las indicaciones de tránsito al borde de la ruta: “Não ultrapasse sob neblina” y “Fim da terça faixa”.

También con la abundancia de oficiales de la Polícia Rodoviária que nos paraban, siendo extranjeros, inventando infracciones y pidiendo, en realidad, una coima vulgar y silvestre. Federico pagó una y otra vez.

La ruta hipnotizaba con su tedio, sus camiones impasables y el cansancio que se acumulaba y que lograba el imposible de espaciar las bromas hasta hacerlas casi desaparecer. Pero por suerte nunca del todo. Llegando a los accesos a San Pablo, de noche cerrada, cantaba el gran Ivan Lins desde su último disco:

“Somos todos iguais nesta noite
Na frieza de um riso pintado
Na certeza de um sonho acabado
É o circo de novo…”

Solo habíamos parado al mediodía en una maloliente lanchonette a comer “misto quente” y “baurú”. El resto había sido sólo carretera y carretera.

Llegamos medio muertos, tras perdernos en los accesos a la gran metrópolis, a un hotel céntrico, pero no precisamente a dormir sino a cambiarnos para ir a un “sambão”.

Un salón inmenso, decorado en su techo con frutas tropicales, donde bailaban samba enlazadas cientos de parejas y en el escenario un bloco de samba tocaba con ritmo y cadencia demoledores. Flotaba en el ambiente una energía mágica. De inmediato entramos en conversación y baile con tres lindas chicas. Quien me había tocado en suerte tenía en su rostro una pequeña mancha producto de alguna vieja quemadura. Federico la bautizó “La Manchega”. En lo mejor del baile, el rostro de esa chica súbitamente se transfiguró en una mueca de horror.

—¡Brigas! —gritó, haciendo referencia a un lío que no habíamos advertido.

La chica se hizo a un lado y vimos una salvaje pelea entre diez o doce morenitos, con puños, patadas y navajas. Uno de ellos casi cae encima de Federico con una mejilla ensangrentada por un enorme tajo. La puerta del salón quedaba muy lejos, como a seiscientas personas de distancia, y Federico, hombre práctico, gritó:

—¡La ventana!

El salón estaba al nivel de la calle y en un segundo ya andábamos caminando por una ancha avenida, con cantero en el medio ocupado por un partido de fútbol al lado del otro, pese a que ya estaba entrada la madrugada. A pesar de los futbolistas, el clima era de soledad y palpable sensación de peligro. Hasta que un taxi se animó a subirnos. “Ojalá Federico hubiese cobrado su cheque en otro banco”, seguramente pensamos Daniel y yo esa noche. ¿Quién nos había mandado a meternos en aquello?

***

Emitido en En Perspectiva, programa del lunes 29.02.2016, hora 10.20. Publicado originalmente en Urquiza esq. Abbey Road, el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net, el 20.1.2016.

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Foto en Home: Eduardo Rivero. Crédito: Pablo Izmirlian/EnPerspectiva.net.