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Negar el Holocausto: El mismo perro rabioso con otro collar

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Por Rafael Porzecanski ///

Como toda ideología, el antisemitismo es capaz de reinventarse, utilizar nuevos envases y adoptar maquillajes a tono con los tiempos que habita. Es capaz de todo eso y de más, sin cambiar su venenosa esencia. Las dos series de pintadas en el memorial del Holocausto montevideano, introducen en nuestro espacio público una nueva variedad de antisemitismo. Es un antisemitismo elaborado y pensante, alejado de los exabruptos y las amenazas. Es un antisemitismo, también, doloroso hasta el hueso para sus destinatarios y profundamente violento en su mensaje entre líneas.

No está solo quien hizo (o quienes hicieron) estas pintadas. A posteriori del incidente, unos cuantos uruguayos repitieron consignas muy similares en el ciberespacio: que el Holocausto es una mentira (un “holocuento”), que no murieron seis millones de judíos sino algunos cientos de miles por enfermedades, que no hubo cámaras de gas en Auschwitz, que la Cruz Roja lo desmintió. Desconozco cuántos son exactamente quienes abrazan el negacionismo en Uruguay pero es claro que están allí, deseosos de hacer ruido.

¿Qué tiene de antisemita, se preguntarán los más ingenuos de ustedes, poner en entredicho un hecho histórico como se han puesto tantos? La respuesta es sencilla: todo.

El negacionismo es una corriente ideológica bien conocida en otras partes del mundo. Tiene en su haber varios libros, panfletos, videos y otros materiales propagandísticos. Lo que no tiene, en cambio, es una sola referencia académica respetada en el universo de las ciencias sociales. Leyeron bien: ni una sola. No puede haber negacionista alguno respetado pues los más diversos ámbitos universitarios han documentado el Holocausto con inapelable contundencia. Richard Evans, Raul Hilberg, Saul Friedlander, Ian Kershaw, Peter Longerich y Martin Gilbert son sólo ejemplos de una larguísima lista de investigadores científicos que han estudiado a fondo las causas, las características y las consecuencias de esta empresa criminal. Sumemos a todo esto las decenas de jerarcas nazis condenados en las últimas décadas por diferentes sistemas judiciales respetables a raíz de su responsabilidad en el Holocausto.

Como en toda ciencia, en la historiografía hay hechos disputados por los expertos y otros que son unánimemente aceptados. Quién mató a John F. Kennedy, dónde nació Carlos Gardel o si Vivián Trias fue espía para el comunismo checo pertenecen al primer grupo. La llegada del hombre a la Luna, la existencia de miles de desaparecidos en las dictaduras latinoamericanas y el Holocausto del pueblo judío pertenecen al segundo grupo.

Si el Holocausto está probado fehacientemente a lo largo y ancho del mundo universitario y jurídico, ¿qué sentido tiene seguir militando por su negación? Uno solo: deshonrar la memoria de las víctimas y los sobrevivientes y agredir a quienes conmemoran el episodio como el más trágico evento que ha vivido el pueblo judío en su milenaria historia. No importa que los negacionistas digan a los cuatro vientos que no son antisemitas. Sus ideas y el trasfondo de las mismas hablan mucho más que el prolijo empaquetado al que suelen apelar.

Los negacionistas se asemejan a quienes después de afirmar que existe una conspiración judía mundial sostienen no ser antisemitas por tener un amigo judío. Por eso, cuando uno de los mejores polemistas mediáticos y un profesional del derecho como Hoenir Sarthou afirmó que las pintadas en el memorial fueron una simple falta y un acto vandálico como tantos, quedé estupefacto por tanta liviandad. Sarthou se equivocó de cabo a rabo. Ejercer el negacionismo en un memorial del Holocausto tiene una sola definición: delito. Y ejercerlo en otros ámbitos, como en un mural cualquiera o en un mitin del club de bochas de la esquina, como mínimo roza lo criminal. No por casualidad, negar el Holocausto está explícitamente penado por ley en tantas sociedades democráticas.

El único argumento por el que cabría considerar la no penalización del negacionismo es por una cuestión de eficacia: para no victimizar a sus portadores ni alentar su crecimiento. Es un argumento para discutir con tiempo, paciencia y evidencia de otras sociedades. Invocar el derecho a la libertad de expresión, en cambio, es bastante más dudoso cuando comprendemos que el negacionismo no es cualquier disputa sobre un hecho histórico sino una que lleva en su ADN una sofisticada apología del odio (figura que integra nuestro Código Penal).

Salvo un auténtico milagro, los activistas del negacionismo no cambiarán de parecer. Entre ellos hay dos grandes grupos: el “negacionista cínico” que sabe que lo que dice es mentira pero que políticamente quiere repetirla con la esperanza de transformarla en creíble y el “negacionista convencido” que cree en su propia mentira y no está dispuesto a abandonarla sin importar cuán abrumadora sea la evidencia en su contra. Ninguno de estos dos perfiles cederá un ápice ante la fuerza de los hechos y la argumentación. Sí, en cambio, es necesario que nuestros esfuerzos apunten a construir ciudadanos ilustrados en las peores matanzas del hombre hacia el hombre, del cual el Holocausto es uno de los más terribles ejemplos.

Los negacionistas provienen de dos grandes vertientes ideológicas, ambas presentes en Uruguay. La vertiente más conocida es el neonazismo. En este caso, la negación del Holocausto es una de las tantas armas empleadas para reivindicar el legado del Tercer Reich de Adolf Hitler y favorecer el regreso de la ultraderecha al poder. Al amparo de Donald Trump, esta vertiente está ganando actualmente un gran protagonismo en EEUU. En Europa, su popularidad es también creciente como ejemplifican las recientes elecciones en Alemania.

Un segundo negacionismo está asociado a ciertas facciones que defienden la causa palestina en el conflicto con el sionismo. Abu Mazen, actual presidente de la Autoridad Palestina, supo por ejemplo ser negacionista en su juventud. La obvia estrategia es maximizar el sufrimiento de los palestinos a raíz del conflicto y minimizar el horror vivido por los judíos a manos del nazismo. Es una estrategia retórica alternativa a la que sostiene que los judíos están cometiendo con los palestinos aquello que los nazis cometieron con los judíos (otra falsedad histórica mayúscula pues el sionismo, pese a sus innegables crímenes, no ha intentado jamás exterminar al pueblo palestino).

Los uruguayos no debemos caer en las telarañas retóricas de los negacionistas ni aceptar su disfraz de caperucita cubriendo su piel de lobo. No tiene sentido ingresar en largas e inútiles discusiones historiográficas con aquellos cuyo interés es hacer política de la peor calaña. Por sobre todo, no debemos darle a los negacionistas un solo gramo de legitimidad como interlocutores. Negar el Holocausto es como negar el Genocidio Armenio, el de Bosnia y el de Ruanda. Es una bajeza como sostener que el Gran Mufti de Jerusalem inspiró y convenció a los nazis de cometer el Holocausto (cosa que dijo el actual premier israelí Benjamín Netanyahu hace exactamente dos años).

Peor aún que glorificar el horror de una matanza es sepultar en la negación a las víctimas que la sufrieron. En cada acto de negación, como escribiera Roberto Cyjon, se asesina a las víctimas una y otra vez. Si estamos de acuerdo en esto, es hora de preguntarnos de dónde salen estos infames negadores uruguayos y cómo vamos a lidiar con ellos.

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Sobre el autor
Rafael Porzecanski es sociólogo, magíster por la Universidad de California, Los Angeles. Colaborador de En Perspectiva desde 2015, fue autor del blog Segunda mirada en EnPerspectiva.net y es integrante habitual de La Mesa de los Miércoles.

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