Editorial

Una utopía y una esquina

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

Todo acaba por llegar a Uruguay, aunque con años de retraso, según se suele decir, con humor presunto y algo de autocomplacencia periférica, que gusta de masticar con altanería provinciana su carácter isleño. Creyéndose a salvo del mundo y sus desórdenes, el cerebro uruguayo se consuela con la tardanza de la realidad en llegar hasta él, da vuelta el mate, vuelve a encontrar el amargor de la yerba, mira el horizonte, y se dice que su quietud será recompensada cuando el ciclo cósmico del eterno retorno lo encuentre, tranquilo como siempre y calentando la bombilla, mirando desde lo alto los excesos del universo, tan ancho y tan ajeno.

Así nos gusta vernos, tanto a los uruguayos de adentro como a los de afuera, quienes llevamos en el bolsillo la cédula de identidad como si fuese un amuleto y nos decimos que siempre habrá un lugar donde estar a salvo, una esquina sur-atlántica a la que regresar buscando refugio, una pradera donde pastar en paz. Cuando el cambio climático engendre mosquitos como drones, tornados cada tres días y océanos que sepulten ciudades enteras, cuando las invasiones bárbaras arrasen a sangre y fuego lo que va quedando de civilización, cuando el invierno termonuclear se abata sobre el globo, cuando todos los miedos supremos se hagan realidad, allí estará, silbando y con un yuyo entre los dientes, el Uruguay de siempre, el Uruguay eterno, con sus vacas impasibles, sus arroyos donde ir a pescar y sus ómnibus de CUTCSA circulando a 13 kilómetros por hora.

Tranquilos nosotros, que acá (o allá, según el lugar en que se esté) no pasa nada. Más aún: no puede pasar nada, nada verdaderamente trágico en esa comarca suavemente ondulada, última estación antes del peligro, guarida sólida y tibia cuya grisura moderada permite ser espectador, en ocasiones preocupado pero saludablemente distante, del caos que cunde aquí o allá, siempre afuera, a menudo lejos.

No es ignorancia, ni desdén. Es un patriotismo modesto que acariciamos como una mascota, un pequeño amor y un alivio permanente, una cosmología ansiolítica. Un mito, naturalmente, que como buen mito es realidad en tanto se crea en él, aun de a ratos y con fingida indiferencia. Un mito que acabo de maltratar injustamente, transformándolo en caricatura, retaceándole el cariño que merece y rebajando, con mi antropología barata de pequeñoburgués, su valor indudable y su legitimidad.

Aunque sea falso, o por lo menos relativamente falso, y además parcial, por ser un mito de clase media, ese Uruguay irritante que se consuela comparándose, que domestica su pesimismo con la soberbia discreta de sentirse al margen y observa a su alrededor para reconfortarse y celebrar su propia planicie, me gusta lo suficiente como para cultivar, a la distancia, su leyenda. Es parte de mi Uruguay mental, dibujado en el mapa como una tierra firme de la que carecen los náufragos del mundo, la red tendida para recoger al trapecista que erró el manotazo.

Ese Uruguay geológicamente apacible, sin submarinos nucleares ni terrorismo islámico, sin hambrunas ni epidemias devastadoras, ese Uruguay de mediodías largos y buenos amortiguadores, con certezas de entrecasa, talento para lo desabrido y un ombligo enorme, esa ficción construida con retazos de tarjetas postales, es, a su modo, una utopía.

De baja intensidad y egoísta, pero utopía al fin. Nuestra utopía. Solo nosotros la conocemos, a nadie más pertenece, y está muy bien así. Sigamos de incógnito, no sea cosa que venga a saberse que hay un lugar donde no pasa nada, y el país se nos llene de mundo.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 24.04.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.