Por Rafael Mandressi ///
Sábado, dos y media de la tarde. Golpean a la puerta. Abro, y me encuentro a mi vecino, con una sonrisa, una bandejita en la mano y una taza humeante. Nos cruzamos en la escalera desde hace dos años, me dice, pero nunca conversamos más allá de un saludo y un par de frases de circunstancia. Si no tiene nada mejor que hacer, lo invito a que tomemos un té.
En realidad, yo sí tenía otras cosas que hacer, pero el individuo estaba parado frente a mí con su té y su sonrisa, de manera que difícilmente podía agradecerle y decirle que quedaría para otra vez, sin que este señor simpático, al que le gustan las plantas y a quien oigo hablar con su hija en un idioma ignoto para mí, se sintiese malamente desairado.
Mi vecino tiene una minúscula terracita frente a la puerta de su apartamento, y allí nos sentamos, cada uno con su taza de té, y una suerte de turrón envuelto en papel celofán. Pruebe esto, me dijo, viene de mi país. El té también, agregó, y mientras bebía el primer sorbo me preguntó: le gusta la música clásica, ¿no? No, no especialmente, ¿por qué? Pero si escucha música clásica todos los días, dijo, mordisqueando el turrón. Voy a tener que moderar el volumen, pensé, al tiempo que le aclaraba que no, lo que escucho todos los días es tango. Habría sido engorroso explicarle que en el fondo tenía razón, ya que para mí el Gordo Troilo es Mozart, y lo dejé simplemente repetir: ah, tango… Sí, soy uruguayo, subrayé para desactivar la conclusión que casi todo interlocutor saca cuando se trata de tango, y evitar así que me argentinizara por defecto.
Ah, Uruguay… dijo con el mismo tono, seguido del mismo silencio, que dejé pasar a la espera de que pronunciara algunos de los nombres que la palabra Uruguay arrastra consigo: Suárez, Mujica, a veces Cavani. Pero no, silencio nomás, que rompí con la pregunta obvia, indispensable ya a esa altura, con el té a medio beber. ¿Y usted? Yo soy refugiado político, me dijo, como si esa fuese su nacionalidad. Desde hace 30 años. Me tuve que ir porque no quería matar niños iraquíes. Era mi turno de sacar conclusiones: mi vecino era iraní, el idioma que a mis oídos sonaba como una germanía inextricable era farsi, y el turrón venía de algún lugar entre el Mar Caspio y el Golfo Pérsico.
Mi vecino –Bahman es su nombre– se había escapado de Irán en tiempos de la guerra contra Irak, en los años ochenta, y había venido a parar a Francia. Es viudo, tiene una hija adolescente que lo visita un par de veces por semana, fue obrero metalúrgico y después trabajó durante varios años en una panadería, hasta que sus problemas de sueño lo obligaron a dejar ese empleo. Ahora hace changas, y sigue sin poder dormir, atenazado por las pesadillas. No me dijo qué hay en esas pesadillas, ni se lo pregunté. Son pesadillas de refugiado, pesadillas llenas de vacío y de Irán, pesadillas que lo persiguen desde lejos y hace tiempo destrozándole las noches de París. Sus pesadillas, me atreví a decirle, son la honra del desertor.
Bahman sonrió, y cambió de tema: si tiene algún arreglo que hacer en su casa, no deje de decírmelo, que yo se lo hago. Gratis, agregó, como le arreglé el otro día un problema en la instalación sanitaria a la señora del cuarto piso, la señora musulmana, ¿la ubica? Sí, la ubico, y concluyo que el iraní Bahman no es musulmán. También sé ahora que mis plantas no son especialmente resistentes a la falta de agua, sino que Bahman las riega cuando me ausento, a veces por más de un mes.
¿Volvería, si pudiera, después de treinta años? Al otro día, me responde. Al otro día. Cada vez que va a renovar sus documentos, los funcionarios que lo atienden le preguntan por qué no se naturaliza francés, puesto que cumple con todos los requisitos. Bahman se ríe al contarlo, masticando lo que queda del turrón. Lo que ellos llaman naturalización para mí sería desnaturalizarme, dice, en una carcajada. Dos extranjeros tomando té en una terracita; para uno, seguir siéndolo es una elección y un privilegio, para el otro, es una obligación, lo que le va quedando para que las últimas tres décadas de su vida conserven algo de sentido.
Al cabo de una hora de conversación sé que estaba equivocado al pensar que tenía cosas mejores que hacer, y al volver a mi casa pienso en otra gente, gente como mi vecino, que muchos en Europa se resisten ahora a recibir. Profundos estúpidos, que algún día se darán cuenta de que ya nadie les riega las plantas.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 24.10.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.