Editorial

Sur, Centenario y después

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

Centenario. Para los uruguayos, y quizá más aún para los montevideanos, esa palabra es ante todo un nombre propio: una avenida, un edificio en Ciudad Vieja de los arquitectos De los Campos, Puente y Tournier, y, sobre todo, un estadio. “El Centenario”, que ni falta que hace decir estadio, inaugurado el 18 de julio de 1930, vio ese día ganar a la selección uruguaya por uno a cero ante Perú, con gol del Manco Castro. Después, en ese mismo campeonato mundial de fútbol, Uruguay le ganó a Rumania cuatro a cero, a Yugoslavia seis a uno, y finalmente a Argentina cuatro a dos. Campeones del mundo: los primeros.

En ese estadio construido en nueve meses, que fue en su momento el de mayor capacidad fuera de Inglaterra, la selección uruguaya ganó también los campeonatos sudamericanos de 1942, 1956, 1967 y 1995 – para entonces el torneo ya había pasado a llamarse Copa América. En ese estadio se jugó el primer partido por la copa intercontinental entre Peñarol y Real Madrid en 1960, y Peñarol fue allí el primer equipo sudamericano en ganar esa copa, en 1961, ante Benfica. Allí Nacional ganó por primera vez su propia Intercontinental en 1971, ante el Panathinaikos. Allí ambos clubes ganaron la Copa Libertadores, y la selección juvenil el campeonato sudamericano de 1979. Allí, en enero de 1981, los goles del Chifle Barrios y de Waldemar Victorino ante Brasil le dieron a la selección uruguaya el Mundialito de la dictadura, de agria memoria, pero memoria al fin.

En 1983, la FIFA, institución detestable salvo cuando nos halaga, declaró al Centenario “Monumento histórico del fútbol mundial”, y hasta la fecha viene siendo el único. En el vientre de la tribuna Olímpica duerme el “Museo del fútbol”, pobretón como todo museo uruguayo que se respete, pero que por eso mismo no es camelo ni mero comercio de baratijas. Es un conservatorio, polvoriento sí, y a mucha honra, ya que la historia es también polvo, y un santuario donde se puede venerar tal o cual reliquia. Reliquias que al besarlas reviven milagros en el recuerdo brumoso de testigos cuyo número mengua con los años, así como en la nostalgia artificial de los devotos que nada vimos de ese pasado color sepia, pero queremos sin embargo creer que existió tal como nos lo cuentan los viejos.

El Centenario, el “field oficial”, que está a 13 años de cumplir su propio siglo y cerrar así el ciclo de su nombre, se ha bancado estoico, gracias al arquitecto Scasso y a los obreros que le pusieron hormigón a su diseño, casi nueve décadas de amor y de gritos. Ese Centenario que aguantó el peso de banderas y de cantos sobre sus costillas grises, que regó su césped con el llanto de alegría de los ganadores y absorbió en su cemento las lágrimas de los perdedores, no debería tocarse. Ya se tocó, es cierto, pero ahora se habla por ahí de la necesidad de cirugía mayor, porque parece que no cumple con los requisitos de la FIFA para un Mundial que mentes calenturientas pretenden coorganizar en 2030. Casi que habría que demolerlo, se dice, para construir otro. Otra cosa, otro estadio, un Centenario falso.

Así hicieron con Wembley en 2002: lo arrasaron para construir un nuevo Wembley, que no es sino un Wembley de plástico, que quedó tan lindo como puede serlo un centro comercial, muy acorde al gusto de los secuaces del finado Havelange, don Blatter y don Infantino. La mafia suizo-paraguaya que rige los destinos del fútbol mundial nada sabe de afectos, nada sabe de homenajes hechos torre o de gradas donde se amasó la emoción de generaciones enteras. Nada sabe tampoco de la Colombes, donde mi viejo, hijo de Belvedere, hincha añejo y visceral de Liverpool, me dejó gritarle en la cara un gol de Nacional una tarde de invierno cuando yo tenía trece años.

Que los compradores del humo que vende la FIFA no vengan a molestar a nuestros muertos, ésos que cuando el Centenario queda en sombras se ponen las viejas camisetas, juegan un picadito de papi-fútbol y sonríen al recordar aquel gol tremendo de Atilio García, aquella atajada memorable de Mazurkiewicz o aquel caño asombroso de Cubilla. Que los turiferarios de la guita futbolística construyan otro estadio si se les antoja ser figurantes en un Mundial argentino, pero que no se metan con el Centenario. ¿O a alguien se le ocurre tirar abajo el Coliseo para conmemorar su inauguración hace dos milenios, organizando un combate de gladiadores truchos en un flamante Nerón-Arena?

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 18.09.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.