Por Rafael Mandressi ///
Mi finado abuelo no tenía título universitario, pero cada tanto, algún interlocutor, tal vez creyendo que en la duda más valía equivocarse por exceso que por defecto, le decía “doctor”. Escuché más de una vez la respuesta que daba mi abuelo a ese tratamiento erróneo: “Dígame señor, que doctor es cualquiera, pero señor no”. Mis padres sí tienen título universitario, y a lo largo de años oí preguntar, por teléfono o al abrir la puerta de mi casa, si “el ingeniero” o “la contadora” se encontraban, como suele decirse, sin reparar en la inquietud que la pregunta puede generar en un niño que no sabía que sus padres se habían perdido.
Mi padre, “el ingeniero”, cuyos padres tenían primaria completa, solía decir, y tal vez lo piense aún, que la única cualidad indispensable para obtener el título había sido la perseverancia. Otra manera de decir, en el fondo, que ingeniero es cualquiera, siempre y cuando ponga el empeño necesario. También era, quizá, un modo de indicar que el título universitario representaba, más que un galardón intelectual, un peldaño de la escalera del ascenso social en el Uruguay de los años 50.
Mi hermana es “la arquitecta”, y mi hermano “el economista”; mi tío es “el doctor”, y este columnista, que no reside en Uruguay, no es nada. Después de mucho tiempo de haber vivido en una sociedad donde se designaba a los graduados universitarios por sus apelativos profesionales, pasé a vivir en otra que parecía haber adoptado el criterio de mi abuelo: nada de título, sino “señor” o “señora”, con la solitaria y ocasional excepción de los médicos.
La diferencia parece estribar en la distinción entre lo que se es y lo que se hace: en Francia, se es ante todo señor o señora, y luego se ejerce un oficio, se cumple una función, se desarrolla una actividad, de acuerdo a la formación que se tenga. Un señor se desempeña como sociólogo o como físico nuclear, una señora lo hace como bioquímica o como jurista, ambos probablemente tengan un doctorado, pero nadie los llamará doctor o doctora. Poseen un título, pero el título no los posee a ellos como señal primera de identificación y solo tiene interés e importancia en la medida que se practique la profesión a la que habilita.
El bochorno vicepresidencial en torno a la licenciatura fantasma en genética humana, cuyo capítulo crepuscular se está tramitando en un juzgado, procede a todas luces de la idea inversa: el título importa más que el ejercicio. A lo largo de los meses en que fue descendiendo la espiral que terminó conduciéndolo a declarar ante una jueza, el vicepresidente Sendic, y otros en su nombre, se ocuparon de aclarar que nunca había ejercido aquello para lo cual su presunta licenciatura lo había presuntamente preparado, aferrándose sin embargo a ella.
Solo parece tratarse de colocar una abreviatura delante del nombre, como si tal cosa, aun de haber existido la licenciatura en cuestión, tuviese valor en sí misma. En aras de tan poca cosa, se pasó vergüenza durante semanas, ensayando explicaciones improbables y argumentos a veces lunares, al borde mismo de la estulticia, como el de sostener que el vicepresidente se “sintió” licenciado. Una suerte de graduación subjetiva, en suma, como si yo me sintiera cantante de tango porque maltrato Naranjo en flor cada mañana bajo la ducha.
El desatino es mayúsculo y el descrédito irremediable, hasta que llegue tal vez la hora de la compasión, más corrosiva todavía, en un viaje que habrá llevado de M’hijo el dotor a Barranca abajo. Retrospectivamente, muchos se preguntarán sin duda si valía la pena jugar esa mano en lugar de irse al mazo. La respuesta debería ser no, ya que después de todo, como hubiera dicho mi abuelo, licenciado es cualquiera.
***
Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 03.10.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.