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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

Era miércoles. A última hora de la tarde, la puerta negra del número 10 de la calle Downing se abrió y la señora, visiblemente fatigada, salió para ponerse frente a las cámaras y anunciar por fin lo que, para ella y en ese momento, era un éxito: el gobierno que dirige había avalado el borrador de acuerdo obtenido la víspera sobre las condiciones de salida de Reino Unido de la Unión Europea. Después de dos años de negociaciones y a 30 meses del referéndum que su predecesor le dejó como peludo de regalo, Theresa May había conseguido domar a su gabinete y convencerlo de las bondades de la solución a la que se había llegado para un brexit que por lo menos salvara los muebles.

Y ahora, después de bailar largamente con el más feo, a descansar un poco, se habrá dicho quizá la Primera Ministra. Error. A quién se le ocurre sellar un trato semejante un martes 13. La señora May no había acabado de dar su primer suspiro cuando empezaron a llover las renuncias: el jueves apenas clareaba y cinco miembros del gobierno habían ya dado un portazo. Para ellos, y por razones diferentes, el texto de 585 páginas, con 185 artículos, tres protocolos y varios anexos, era inaceptable. En el Parlamento, varios diputados del partido gobernante desenvainaron a su vez, y se perfila una iniciativa intestina para presentar una moción de censura. La oposición, básicamente, se opone, el Gobierno de Escocia, en manos de los nacionalistas, acaricia la idea de un nuevo referéndum por la independencia, los ultras de Irlanda del Norte ladran, y a seguro se lo volvieron a llevar preso.

Ni la validación del acuerdo en la reunión cumbre excepcional de los dirigentes europeos prevista para el 25 de este mes, ni la aprobación parlamentaria del texto en Reino Unido en diciembre, ni las modalidades de la consumación del divorcio a fines de marzo de 2019: nada puede darse por sentado, ya que el pragmatismo y la previsibilidad de la política británica pasaron a ser, hace tiempo ya, un amable recuerdo. La señora May está bastante sola, la reina no puede hablar – sería shocking que opinara de política –, las encuestas de opinión siguen mostrando una división de la población en aproximadamente dos mitades, y, en el fondo, lo que se conoce del brexit según las cláusulas del arreglo se parece bastante a una capitulación de los isleños.

La plata que me iba a ahorrar, por ahora no va a poder ser, porque para irme tengo que pagar la cuenta: 45 mil millones de euros, moneda más, moneda menos. Salgo de los lugares donde se corta el bacalao – no más diputados en el Parlamento europeo, no más presencia en el Consejo de Europa –, pero me atengo a las decisiones que allí se tomen. Me comprometo a un período de transición de 21 meses para negociar las relaciones futuras con mis exsocios, pero si no se resuelve el asunto de la frontera entre la República de Irlanda, que se queda en la Unión Europea, e Irlanda del Norte, que se va, quedo metido de oficio en la unión aduanera – eso sí, respetando las normas que fijan los otros. Después de la transición, y solo después, me libero de la jurisdicción del Tribunal de justicia de la Unión Europea, pero siempre y cuando no se trate de litigios referidos al derecho de la Unión. O sea, queríamos recuperar soberanía, y al final puede que nos quedemos con menos, salvo para no dejar entrar a gente indeseable como los polacos o los rumanos, y hasta por ahí nomás. En fin, perdimos, muchachos, qué quieren que les diga.

En realidad, si de perder se trata y si las pérdidas se miden con la vara seca de la economía, los que dicen que saben aseguran que todos pierden en esta historia, aunque para los británicos el negocio sea bastante más ruinoso que para los demás. Sin embargo, nunca se dirá lo suficiente que no todo es la economía (estúpido), y para muestra basta el botón del propio referéndum sobre el brexit. Más allá de lo que se cuenta en plata, probablemente el principal error de la banda brexitera haya sido apostar a la división de sus 27 interlocutores. Ese partido lo ganaron por paliza los continentales, a quienes tal vez, como a Borges con Buenos Aires, no une el amor sino el espanto, y será por eso que se quieren tanto.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 19.11.2018

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.