Por Rafael Mandressi ///
Este fin de semana no se jugó la fecha del Campeonato Uruguayo Especial. Nos quedamos sin partidos, sin el placer de ir a las canchas a gozar de las delicias estéticas que el fútbol uruguayo dispensa, sin la glosa dominguera de los especialistas que analizan rendimientos individuales y colectivos, evalúan lo que se ha dado en llamar “actitud” de futbolistas y equipos, sopesan las actuaciones arbitrales, zanjan las dudas acerca de si fue o no penal y aportan insumos argumentales que contribuyen a esclarecer si la roja estuvo bien sacada y si aquella otra patada en el primer tiempo no hubiera merecido la misma sanción.
La suspensión de la fecha semanal nos impone una abstinencia difícil de transitar, y estira nuestra ansiedad haciéndonos esperar por lo menos siete días más para saber si Danubio o Nacional pierden algún punto y se desequilibra la tabla de posiciones, si Villa Española puede abrigar todavía alguna esperanza de permanecer en primera y si el Peñarol de Curutchet confirma su recuperación. No habrá show de goles de la undécima fecha, ni los medios internacionales podrán dar cuenta de la marcha de un torneo que cautiva a propios y extraños.
Tanta privación tiene una causa: murió una persona, un hincha del Club Atlético Peñarol, Hernán Fioritto, baleado por hinchas de Nacional el 28 de setiembre pasado en Santa Lucía. El fútbol uruguayo de primera división cerró por duelo. Ya se había producido un cierre parcial, el 23 de octubre, cuando un individuo fue herido de bala en el baño de la tribuna Ámsterdam, y el partido entre Peñarol y Rampla Juniors quedó trunco. Pero no hubo que lamentar muertes, de modo que el Campeonato Especial, que bien lleva su nombre, no se interrumpió.
La pelota volvió a rodar, acompañada por comentarios que, expresa o tácitamente y como en muchas ocasiones anteriores, exoneraban al fútbol de responsabilidad, ya que el problema está en la sociedad. Por lo demás, los autores de esos y otros atentados, tropelías y desmanes no son hinchas, se dice, sino delincuentes.
El razonamiento no es fácil de seguir. En primer lugar, porque confundir fútbol y sociedad, aduciendo que lo que ocurre en el fútbol es meramente un reflejo de males sociales que lo invaden, no solo es una perogrullada inconducente, sino una explicación por lo menos renga, que no puede ser aceptada sin preguntarse por qué esa misma sociedad no engendra cosas análogas en toda manifestación que congregue muchedumbres. En cuanto a la distinción entre hinchas y delincuentes, no parece muy sostenible, ya que no hay ninguna incompatibilidad entre ambas cosas: nada impide ser hincha y delincuente a la vez.
Más aún: como lo demuestra el asesinato de Hernán Fioritto, alguien puede convertirse en un criminal –su matador, en este caso– a raíz de su condición de hincha. Una condición que también define víctimas, designando a quien agredir. Hernán Fioritto fue asesinado por ser hincha de Peñarol, así como en el pasado hubo quien murió, apuñalado, golpeado hasta la saciedad por una patota o baleado, por ser hincha de algún otro equipo. No solo de muertos está hecho el siniestro prontuario del fútbol, sino de incontables heridos, a veces de gravedad y con secuelas permanentes.
El Estadio Centenario, el Tróccoli, Jardines del Hipódromo, el Parque Central o el Campeón del Siglo no son los únicos lugares donde, en su interior o en sus aledaños, se insulta, se pega, se mata y se hiere, ni solo en sus tribunas circulan estupefacientes para consumo o transacción. Es cierto. Pero igualmente cierto es que esas cosas no ocurren en todas partes. Algo tendrá que ver el fútbol, algo habrá en su vientre preñado de pasiones oscuras que periódicamente lo hace parir sangre. No, no es solamente la sociedad, es el fútbol, son sus sociedades paralelas, sus gangrenas propias las que lo ennegrecen, al compás de afectos corroídos por la desmesura irrisoria de una adhesión grotesca, salvaje, espoleada hasta el paroxismo por fogoneros del desmadre que ofician en las dirigencias o en los medios.
Quizá sea hora ya de hacer a un lado la idea de que los desastres del fútbol son consecuencia de problemas sociales, y asumir, definitivamente, que el fútbol es en sí mismo un problema social.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 7.11.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.