Por Rafael Mandressi ///
A estas alturas no es necesario explicar de qué se trata cuando se menciona el “video del INAU”. Las escenas de “violencia quizá exacerbada”, como las definió el señor José Lorenzo López, presidente del sindicato de funcionarios del INAU, han sido vistas y comentadas ampliamente. Entre condenas, condenas a medias, explicaciones y hasta algún intento de justificación, se ha dicho mucho de lo que puede decirse sobre el episodio. Quedan sin duda cosas por decir, algunas de las cuales van más allá del episodio, es decir más allá del Sirpa, de los menores infractores, del sindicato del INAU y de su presidente.
Además de los golpes, el bomberito, los jóvenes maniatados y la tapa de hormigón rota, en el video se ve el lugar donde todo eso ocurrió: el Ceprili, que en la información de los últimos días aparece designado como “hogar”. La denominación es curiosa, ya que Ceprili significa Centro de privación de libertad, lo cual no suele ser particularmente hogareño. Llámesele como se le llame, el Ceprili es una cárcel, con sus correspondientes celdas. Allí, los procedimientos como los que muestra el video parecen ser frecuentes, como también lo son las denuncias por abusos, al decir de uno de los directores del Sirpa, el señor Edgard Bellomo. Según la directora de la Institución Nacional de Derechos Humanos, Mirtha Guianze, los actos registrados en la filmación podrían incluso llegar a ser tipificados como tortura.
Asuntos graves, pues, pero no excepcionales ni nuevos, que las imágenes hacen estallar en la superficie de las innumerables pantallas encargadas de gritar el secreto a voces. Malos tratos, violencia, excesos, tal vez tortura, en una cárcel para menores.
Sin videos ni menores, hay sin embargo otras cárceles donde no cuesta mucho imaginar que hechos del mismo calibre ocurren con idéntica frecuencia. Además de las cárceles, hay también otros lugares de encierro y de aislamiento donde las condiciones en que viven las personas allí recluidas distan mucho de ser envidiables. Por ejemplo, los establecimientos psiquiátricos, o, para no andarse con eufemismos, los manicomios.
Locos, delincuentes, y otros que no son ni lo uno ni lo otro, mayores y menores, hombres y mujeres, viven en espacios destinados a la segregación, aprisionados en depósitos cuya función principal es, de hecho, proteger a los que están afuera y castigar o neutralizar a los que están adentro. En Uruguay, estos últimos se cuentan por miles.
Se podrá discutir largamente acerca de la utilidad del encierro, y las consabidas dos bibliotecas ofrecen mucho para leer en la materia. Claro está que la utilidad se define en relación a los objetivos perseguidos, y por lo tanto las bibliotecas tienden a multiplicarse. Lo que no parece sensato, si se está a favor del encierro, es la aspiración abstracta e ingenua a que la privación de libertad vaya acompañada de condiciones de vida y de trato que sean, en todo salvo la libertad ambulatoria, comparables a las de quienes no están tras las rejas, los muros o los alambrados.
Robert Badinter, ministro de justicia de Francia en tiempos de François Mitterrand y responsable de la abolición de la pena de muerte en ese país, sostenía que las sociedades no aceptan que sus presos vivan mejor que los que peor viven estando en libertad*. No es un axioma, por supuesto, pero sí una buena invitación a pensarlo dos veces antes de escandalizarse un par de minutos y olvidar luego el asunto hasta que aparezca otro video.
* Robert Badinter, La Prison républicaine, Paris, Fayard, 1992.