Editorial

Palabras en el ring

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

El eufemismo es una figura de estilo cuya función es hacer variar la intensidad de un enunciado, atenuándola. Se aplica en lo esencial a los elementos chocantes, groseros o penosos de una idea, y con su uso se procura no herir la sensibilidad o el decoro de un auditorio. Un eufemismo siempre lleva consigo la sombra callada de aquello que se ha preferido no decir abiertamente, y cuenta con la complicidad de un interlocutor que, en su fuero íntimo, inevitablemente traduce: si digo “contexto crítico”, se pensará en “barrios pobres”, y si hago alusión a una persona “de pocas luces”, se comprenderá que significa “tonto”, “cretino”, quizá “abombado”, o lisa y llanamente “imbécil”.

El modo eufemístico es uno de los instrumentos principales de lo que se conoce como “corrección política”: los negros son “afrodescendientes” (hasta no hace mucho eran “personas de color”), los inválidos son individuos “con capacidades diferentes”, las putas son “trabajadoras sexuales”, los ciegos son “no videntes”, los viejos son “adultos mayores”, y los países subdesarrollados están, desde hace décadas ya, “en vías de desarrollo”. He ahí apenas un puñado de perífrasis ya clásicas, elaboradas con el propósito de suavizar la expresión y evitar así desgraciadas estigmatizaciones que traerían aparejadas palabras como “marica”, “mongólico”, “enano”, y varias otras de análogo tenor.

Obsérvese de todas maneras que no todo tiene su apelación políticamente correcta: este columnista sigue siendo interpelado, en el Río de la Plata, al grito de “pelado”, y no con la cortesía que podría alcanzarse si se dijera “persona en situación de alopecia”. Otro tanto ocurre con los jorobados, que siguen a la espera de alguna denominación menos hiriente, como “dorso-irregulares”, por ejemplo, y con los rengos, que al parecer no sólo no califican para las “capacidades diferentes”, sino que ni siquiera se los considera como “personas con extremidades inferiores discordantes”.

Pero volvamos a las palabras “incorrectas”, como “trolo”, “retardado”, “paralítico”, y otras ya mencionadas. Esos vocablos se emplean, por supuesto, pero no en cualquier lado. Lo “políticamente correcto” es en realidad un asunto que atañe al discurso público: diré “situación de calle” en un foro abierto y “bichicome” o “pichi” en el boliche, ante amigos que, al igual que yo, detestan la discriminación. Horrible cosa, ésta de verse obligado a recitar “todos y todas”, y a designar como “diversidad” lo que solíamos despachar como “degenerados”. Incomodísima disciplina que nos constriñe, so pena de incineración en la hoguera de las redes sociales, a ser “inclusivos” en el uso del lenguaje y a andar con pies de plomo a la hora de referirnos a los disímiles y a las minorías de toda índole. Cansa hablar el idioma oblicuo del MIDES, fastidia ser prisioneros de algunas palabras e indigna ser culpables de preferir las de siempre, las que llaman pan al pan y vino al vino.

He ahí el combate de los adalides de lo “políticamente incorrecto”, que lloran un paradójico silenciamiento ante incontables micrófonos, y denuncian la conspiración universal que busca acallar su verdad, la del sentido común, caramba, que no tiene cuentas que rendir salvo ante algún dios o ante la naturaleza. ¿El destino los clavó a una silla de ruedas, o les hizo apreciar las caricias de gentes con las que no pueden procrear? Pues jódanse, asuman su condición inferior o desviada y acepten la violencia de dejarse llamar por sus merecidos alias: locos, putos, tarados, monstruos.

La “corrección política” tiene sin duda aspectos risibles y excesivos, incluso torpes, si se piensa por ejemplo en la agudeza que supo tener Eva Perón al apropiarse del desprecio ajeno para encolumnar tras de sí a los “descamisados” y a los “grasas”. Pero con todo y sus falencias, esa corrección es al fin y al cabo un mal menor, comparada con la rebeldía reaccionaria de la “incorrección”, que omite o finge ignorar un aspecto fundamental: nunca, en ningún sitio, todo ha podido ni puede ser dicho. El lenguaje es un campo de batalla, la libertad absoluta de enunciar no existe, las palabras son la cristalización de una relación de fuerzas social que obliga, sordamente, a tomar partido, diciendo e incluso callando. Guste o no, a sabiendas o no, seremos más o menos “correctos” o “incorrectos”, pero nunca neutrales. La lengua no nos deja.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 16.10.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.