Por Rafael Mandressi ///
Soy un empleado público, funcionario del Estado francés, y por lo tanto las características de mi cargo, de mis obligaciones, responsabilidades y derechos en el organismo estatal de investigación científica donde trabajo están regidos por el estatuto de la función pública. En la carrera hacia las elecciones presidenciales que se avecinan, los principales candidatos de la derecha política han propuesto modificar ese estatuto, y un par de ellos son partidarios, incluso, de suprimirlo. También anuncian una disminución drástica de la cantidad de funcionarios, entre 200.000 y medio millón según los casos. No se trata de echar a nadie, sino de alcanzar ese objetivo en un quinquenio a través de la no provisión de vacantes. Mi empleo no está pues en juego, ni la reforma del estatuto me afectaría, puesto que no se prevé que sea retroactiva. De manera que este no es un alegato pro domo.
Sí es, en cambio, la expresión de una molestia doble, causada por el recurso facilongo de usar a los funcionarios públicos como cabeza de turco y por la ausencia de una discusión seria sobre el asunto, en campaña electoral o fuera de ella. El estereotipo que subyace o sobrevuela es que los funcionarios públicos somos a la vez una casta de privilegiados y una manga de atorrantes, una infantería que no combate pero cobra todos los meses gracias a los impuestos que pagan los que sí trabajan, un cuerpo gordo aposentado en sus oficinas, una colonia de parásitos impunes gracias a la inamovilidad, una burocracia gelatinosa cómodamente recostada a la espera de que llegue el momento de la jubilación.
No vale la pena detenerse a refutar ese estereotipo insultante. Además de largo, sería seguramente inútil. En todo caso, la gran mayoría de los funcionarios públicos no están en oficinas sino en escuelas y liceos, hospitales, guarderías, laboratorios, cuarteles y universidades, o en la calle, como los policías. Todos sin excepción son reclutados por concurso, evaluados a lo largo de toda su carrera, y, si corresponde, sancionados, separados del cargo y hasta destituidos. La seguridad en el empleo, que significa amparo ante la arbitrariedad y garantías en el desarrollo de la carrera funcional, no equivale por lo tanto a inamovilidad.
Subrayar esto no es ocioso, pero tampoco es lo fundamental, entre otras cosas porque mi propósito no es defender a los funcionarios estatales ante reproches infundados o basados en simplificaciones e inexactitudes. El punto es saber si la función pública conlleva privilegios, cuáles son y si se justifican, lo cual requiere a su vez definir qué se concibe como función pública y cuál debería ser su perímetro.
Tomemos, por ejemplo, el asunto de la inamovilidad, y demos por bueno el argumento según el cual existe, más allá de lo que prevén las normas, una inamovilidad de hecho, que asegura la estabilidad en el empleo y constituye, en relación a quienes no integran la función pública, una situación de privilegio. Si eso es así, caben dos posibilidades: la primera es eliminar ese privilegio, unificando la situación de todos los trabajadores, esto es alineando a públicos y privados en un único régimen. Ello supone aceptar que no hay especificidades en el servicio público estatal, que todas las organizaciones se rigen por los mismos principios y que no hay razones para diferenciar la administración del Estado de la de una empresa privada. A eso se alude con frecuencia en el discurso político cuando se pone el énfasis en la consabida gestión, dando por descontado que la “buena” gestión es una sola, la empresarial.
La otra posibilidad es considerar que sí hay especificidades, que el servicio público a cargo del Estado es muy otra cosa que la actividad de una empresa, que sus fines son distintos, hasta cierto punto inconmensurables, y que ambas esferas deben permanecer separadas. Por mi parte, adhiero a esta segunda idea, que implica pensar en la función pública como un lugar aparte, cuyos rasgos específicos pueden a veces traducirse en privilegios, como la seguridad en el empleo, y otras veces en restricciones, como la limitación del derecho a huelga en algunos sectores, como la policía. Con diseños institucionales inteligentes, no sería descabellado ni un despropósito imaginar una limitación de ese derecho en el conjunto de los servicios estatales. Para ello, claro está, es preciso, una vez más, aceptar que la función pública, por definición al servicio de la República, no es un trabajo como cualquier otro.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 21.11.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.