Editorial

No hay dracma

Por

Facebook Twitter Whatsapp Telegram

Por Rafael Mandressi ///

Grecia está fundida. No hay plata en caja y la deuda es gorda, por no decir obesa: 321 mil millones de euros, lo cual equivale al 180 % del producto bruto interno, que por otra parte cayó 25 % en los últimos cinco años. Herencia maldita, si las hay, para el gobierno que asumió a fines de enero pasado, con la promesa de acabar con las políticas de austeridad que aplicaron sus predecesores desde 2010.

Para ingresar en la zona euro, Grecia había maquillado las cuentas mientras sus socios europeos hacían la vista gorda. Cuando se acabó la fiesta y la crisis bancaria obligó a sacar los cadáveres del armario, los antiguos cómplices del engaño se convirtieron en prestamistas y desembolsaron unos 230 mil millones de euros. El Fondo Monetario Internacional puso lo suyo, unos 30 mil millones de euros más, y a cambio Grecia tenía que someterse a una purga draconiana: disminución de salarios y jubilaciones, despido de funcionarios públicos, privatizaciones.

Lo de siempre, en suma, el viejo catecismo quirúrgico que recomienda amputar al paciente para sacarlo del coma. La calesita es también la de siempre: se le prestaba a Grecia para que pagara los intereses y, si le sobraba algo, para que comprara cosas tan necesarias como armamento a los estados que le prestaban. Mientras tanto, el país se desbarrancaba en un empobrecimiento amargo, sin tocar, eso sí, a las mayores fortunas, las de los armadores y la de la Iglesia ortodoxa, exoneradas del pago de impuestos.

Fue entonces que Syriza, un partido al que se suele calificar como de izquierda radical, ganó las elecciones, y Alexis Tsipras se convirtió en primer ministro. Desde que asumió hace cinco meses, el nuevo gobierno se sentó a negociar con los acreedores. Propuesta va, contrapropuesta viene, la izquierda “radical” griega fue progresivamente aceptando muchas de las condiciones que había anunciado rechazar.

Quizá endulzados de tanto torcerle el brazo a Tsipras y los suyos, los duros de la parte acreedora fueron a por más: exigieron aumentar el IVA, en algunos casos al doble, y reformar el sistema jubilatorio. Más aún, la señora Christine Lagarde, directora gerente del FMI, creyó oportuno humillar al gobierno griego devolviéndole el último documento de propuestas corregido con un marcador rojo, cual maestra ciruela.

De pronto, Tsipras se acordó que solía ser “radical” y anunció un referéndum para el domingo, en el que los griegos van a decidir si aprueban o no los términos planteados por los acreedores. Lo mismo había intentado hacer el socialdemócrata Yorgos Papandréu en 2011, pero Angela Merkel y Nicolas Sarkozy lo convocaron para retarlo y dio marcha atrás. Esta vez todo indica que habrá referéndum, quizá porque el gobierno de Syriza acabó por entender que el asunto no es económico, sino político.

Grecia es una gota de agua en el mar de la economía europea. No se trata de salvar la plata, sino de empujar a Tsipras al suicidio político y así demostrar que, como decía la señora Thatcher, “no hay alternativa”. La mejor prueba de ello es el enojo y el desprecio que despertó entre los voceros de la línea dura el anuncio del referéndum: ¿cómo se atreve? Es una “triste decisión”, irresponsable, populista.

Entretanto, en Grecia rige un feriado bancario, las bolsas de valores caen, y las colas ante los cajeros automáticos recuerdan escenas de otros corralitos. Si el domingo gana el no, es probable que Grecia salga de la zona euro, vuelva a la dracma, devalúe, y no pague nunca su deuda. Si gana el sí, el gobierno seguramente renunciará, Grecia quedará por ahora en la zona euro, y tampoco pagará su deuda. Pase lo que pase, los que también seguirán sin pagar son los armadores y el clero, hasta que algún día, quién sabe, llegue al gobierno algún partido de izquierda “radical”.