Por Rafael Mandressi ///
Empezar la semana hablando de tango puede parecer una idea poco feliz, ya que un lugar común muy extendido sostiene, precisamente, que el tango no es feliz sino triste. Los lugares comunes suelen tener algo de cierto, pero nunca lo son del todo. En este caso, es enteramente falso. Si bien hay tangos tristes, por supuesto, no es la tristeza lo que define al tango. No es su sustancia. Se podría decir, como Horacio Ferrer, que el tango es serio, aunque haya algunas letras jocosas. También puede decirse que el tango es pesimista, lo cual no lo hace triste, ya que pesimismo y tristeza no necesariamente van juntos.
Sin embargo, quizá lo mejor no sea calificar sino preguntarse de qué habla el tango. El tema del tango es, fundamentalmente, el tiempo: lo irreversible, lo irremediable, lo que no tiene vuelta atrás, aquello que el tiempo se tragó o se tragará algún día. De ahí un cierto sentimiento trágico de la existencia. De ahí también ese sabor de lo inexorable, esa tonalidad fatalista, que asume las pérdidas. La Milonga que peina canas, una milonga de turf que recuerda tiempos remotos cuando había caballos y jockeys que ya no están, advierte que lo perdido siempre puede ser útil: “y cuando llegue la hora de dar el último abrazo, me iré pensando en Payaso para morirme feliz”.
La Milonga que peina canas es una milonguita de Alberto Gómez, escrita y compuesta allá en 1942, sepultada por un puñado de tangos canónicos, que han quedado después de pasar el rasero de la posteridad por las varias decenas de miles de piezas que hacen de esta música popular una de las más ricas en repertorio. Hay un tesoro enterrado en la arena aceitosa del Río de la Plata, que vale la pena exhumar. Se trata de una poesía en cuentagotas, tanguitos discretos, que han pasado a mejor vida en la memoria de tantos y que alimentan, en sus breves milagros de síntesis, lo mejor de la literatura nacida en esa zona del mundo que bordea un estuario marrón.
Conviene leer, o releer, el libro que Idea Vilariño dedicó, en 1965, a Las letras de tango; tal vez alcance, si no, con los primeros versos de No aflojés: “Vos, que fuiste de todos el más púa, batí con qué ganzúa piantaron tus hazañas; por tu ausencia, en las borracherías cambió la estantería el gusto de las cañas”. Y si no, ahí está Cordón, prueba de que se le puede cantar al cordón de la vereda: “Si te habrás mamado de alquitrán, de pucho y celofán, de correntadas, panteón de rata enamorada que cruza sin mirar el callejón”. Si se trata de demostrar que la canción popular del Río de la Plata tiene cualidades poéticas, siempre se puede, naturalmente, recurrir a Homero Manzi: “Fui como una lluvia de cenizas y fatigas en las horas resignadas de tu vida”. O a Homero Expósito: “Pobres sin más cobres que el anhelo de triunfar, ablandan el camino de la espera con la sangre toda llena de cortados, en la mesa de algún bar”.
Señor, señora, aunque sea lunes, ponga un tango para empezar la semana. Le va a estar hablando del mundo, de la vida, de usted. De cosas importantes, en suma, dichas en pocas palabras, en un lenguaje que le pertenece también a usted, que está, aunque no lo sepa, aunque no lo quiera, en su mismísima carne. Hágame caso, le va a hacer bien, no crea en esas pamplinas de la tristeza, que mucho más triste es no tener una música que hable de uno.
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Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.