Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi
“La muda”, o “la gran muda”. Así le dicen en Francia a la fuerza armada. En un país donde gozan de razonable simpatía de parte de la población, e incluso de cierto prestigio, los militares en actividad no hablan. Nunca un discurso, nunca un comentario a la prensa, ninguna expresión pública, a tal punto que la mayoría de los franceses ignoran los nombres y desconocen las caras de los comandantes en jefe. No hacen declaraciones, no ventilan sus eventuales demandas, no opinan jamás sobre ningún asunto. Nunca circula siquiera un trascendido, una versión o un eco, aún lejano y apagado, de lo que supuestamente se piensa o se siente en sus filas. Silencio. Los milicos franceses callan y obedecen.
Subrayar esto delata la mirada de un extranjero, a cuyos ojos salta lo que para los nativos es tan evidente que no reparan en ello, no lo ven. Si el extranjero lo nota, es a su vez porque compara, tiene presente otra situación, y para él no hay por lo tanto evidencia alguna. Como el extranjero en cuestión es uruguayo, el punto de comparación proviene de sus propias evidencias anteriores, es decir cuando no le parecía extraño que los militares hablaran públicamente, y ni siquiera se hacía preguntas al respecto. Las alocuciones de algún comandante en jefe le parecían equivalentes, por decir algo, a los discursos del presidente de la Asociación Rural en la clausura anual de la exposición del Prado. Parte del paisaje.
No es que a uno, ese uruguayo de marras, le gustara ese paisaje. Pero era un asunto de contenidos, y no el hecho mismo de la locuacidad castrense. Uno podía detestar el patriotismo de cartón, los tingladitos donde, con unción uniformada, se alzaba el mentón como si se oteara el horizonte, los micrófonos que absorbían una prosa dolorosa e infeliz, cargada de evocaciones históricas adulteradas y de reivindicaciones agrias. Uno podía execrar el vocabulario marchito, la apropiación indebida de los presuntos orígenes de la patria, la falsificación ideológica de los alegatos fundacionales, la militarización de una suerte de cosmología de lo “oriental” con una baraja de estampitas seudo-artiguistas.
Uno podía enfurecerse cada 18 de mayo, ese “Día del Ejército” tan propicio al uso de la palabra militar, invariablemente condimentada con advertencias, reproches, críticas, arengas y autocomplacencia, cuando no de amenazas sobreentendidas y de opinión política. Uno podía masticar su exasperación ante la pusilanimidad del poder civil, su tolerancia invertebrada frente a esas incursiones en una zona turbia lindera con la provocación.
Todo eso sigue ocurriendo, uno sigue siendo invadido por el mismo desagrado, hace tan solo diez días, por ejemplo, cuando el comandante en jefe del Ejército, Guido Manini Ríos, volvió a desempolvar el repertorio malhumorado de admoniciones y el gobierno de la República, con civil impavidez, se rascó la cabeza preguntándose si cabía aplicar alguna sanción. No la hubo ya el año pasado, cuando el señor Manini, verdadero reincidente, se dio el gusto, el “Día del Ejército”, de regalarle a su fuerza una misa ideológica en la Catedral.
Uno sigue pues, a la uruguaya, soportando dichos cuyo tenor desaprueba y rechaza, pero como uno a su vez es extranjero en un país donde tales dichos simplemente no existen, porque la fuerza armada es “la gran muda”, está cada vez más convencido de que tal vez el principal problema no sea lo que los militares dicen, sino que hablen. Para resolverlo, claro está, habría que mandarlos callar, pero la orden no llega. Será que le cuesta partir.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 29.05.2017
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.