Editorial

Los muertos que no estamos dispuestos a cargar

Por

Facebook Twitter Whatsapp Telegram

Por Juan Ceretta ///

Se dice con acierto que desde el punto de vista del desarrollo social el funcionamiento de un país puede juzgarse a través de sus escuelas y sus cárceles, aunque habitualmente nos resulte más agradable observar las primeras y no las segundas.

Manfred Nowak, Relator Especial sobre la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de la ONU expresó: “las cárceles uruguayas son inhumanas”, “se advierte un contexto de violencia estructural”, “la construcción y renovación de las cárceles tiende a reproducir errores de administraciones anteriores”, “no se percibe una estrategia clara del gobierno en materia penitenciaria”.

Presos sometidos a condiciones infrahumanas de hacinamiento, desnutrición, enfermedad, analfabetismo, ocio, y muerte son situaciones cotidianas en el sistema penitenciario uruguayo.

En el mes de octubre de 2018 falleció un recluso en el Penal de Libertad de un disparo efectuado por los guardias, a pesar de que la versión oficial hablaba de un “puntazo” entre presos, y la verdad se conoció a propósito de una investigación del Comisionado Parlamentario; claro que luego se produjo el relevamiento del Director del Instituto Nacional de Rehabilitación, pero nada cambió en el fondo.

Hace pocos días conocimos el caso de Ricardo de 57 años, gravemente enfermo, quien falleció a propósito de una insuficiencia cardíaca tirado en un piso de hormigón, sin asistencia médica. Su muerte fue registrada en un video que ser viralizó en las redes sociales y por esa razón lo conocemos.

Pero han muerto muchos más, sin que siquiera se conozcan los detalles.

Mauricio, un joven de 25 años, alguna vez con sueños de futbolista, falleció en el módulo 8 del COMCAR, herido por una espada.

Gustavo de 32 años, también falleció apuñalado en el módulo 10 del COMCAR, por mencionar dos casos recientes.

Sería razonable que como sociedad nos escandalicemos, ante todas éstas muertes, en principio, absolutamente evitables.

Pero ello no sucede por una sencilla razón: pasó en la cárcel, y alcanza con esa sola mención para que automáticamente se dispare un argumento justificador de la muerte basado en la teoría del merecimiento.

Poco importa si Ricardo aún no había sido encontrado culpable, y estaba en el sector del Módulo 8 del COMCAR destinado a prisión preventiva, o el delito y la pena que pesaba sobre Mauricio o Gustavo. El solo hecho de estar en la cárcel parece funcionar como elemento legitimador, y atenuador de responsabilidades y derechos.

No voy a insistir hoy con argumentos de índole normativo, ni machacar con el artículo 26 de la Constitución.

Quiero reflexionar sobre las razones que justifican nuestra indiferencia, ¿Qué nos hace desear que la pena, o la privación de libertad de manera provisional, mientras se desarrolla el juicio penal, tengan efectos expansivos de castigo hasta llegar incluso a la muerte? ¿Qué extraña razón nos hace desearle tanto mal a esas personas?

En la filosofía que parece estar detrás, el retribucionismo sustenta que quien comete un delito debe recibir el castigo que merece; y detrás del retribucionismo aparece siempre la noción de merecimiento, allí se lo presenta habitualmente como un concepto sencillo de comprender y aplicar.

Sin embargo, el merecimiento como concepto absoluto, merece serias objeciones.

Siguiendo a Rawls (*) es moralmente cuestionable reclamar que alguien merece lo que tiene gracias a la suerte, y por ello es necesario implementar una compensación para lograr igualar circunstancias desiguales, con la pretensión de lograr la igualdad de oportunidades para aquellos que nacieron en condiciones menos favorables.

A propósito de algunas acciones judiciales tramitadas desde la Facultad de Derecho tendientes a lograr el acceso a la educación de algunos privados de libertad conocimos de primera mano algunas realidades, como la de John de 26 años, procesado por receptación, con una familia de 10 hermanos y que nunca fue a la escuela. Sus padres fueron procesados por el delito de omisión a los deberes inherentes a la patria potestad por obligarlo a mendigar desde niño, etapa en la que comenzó a inhalar cemento, nafta, a consumir pasta base, viviendo en situación de calle; o la de Brian de 20 años, que solo sabe escribir su nombre, nunca concurrió a la escuela, tiene 18 hermanos, presenta consumo problemático de pasta base, y no realiza ninguna actividad en la cárcel.

También a Luciano de 28 años de edad, que fue a la escuela hasta 3er año, es analfabeto, no sabe leer ni escribir, conoce las letras pero no sabe unirlas, y solo sabe sumar en cantidades pequeñas; o a Leonardo de 40 años, que hizo hasta 6to año de escuela especial, padece retraso mental, dice saber leer y escribir, y lee bastante fluido, pero no logra comprender el contenido.

Conociendo las historias con rostro, cuesta mucho más aplicar la teoría del merecimiento.

El Estado debe romper con esa lógica de violencia estructural con acciones positivas, no hay otra forma de salir, hacerlo no es más que cumplir con un mandato moral y constitucional.

Resulta imprescindible repensar el sistema desde nuestras propias omisiones, sin descansarnos en el merecimiento del castigo, pues mientras no logremos como sociedad superar el concepto de la pena como una especie de venganza pública por el daño acaecido, seguiremos sumidos en un círculo vicioso de violencia y muerte, dentro y fuera de la cárcel.

(*) Rawls, John (1971). A Theory of Justice. Cambridge, Mass: Belknap Press

***

Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, viernes 19.04.2019

Sobre el autor
Juan Ceretta nació en Montevideo, es doctor en Derecho y Ciencias Sociales, egresado de la Universidad de la República; docente del Consultorio Jurídico y de la Clínica de Litigio Estratégico en la Carrera de Abogacía; coordinador del Laboratorio de Casos Complejos en DDHH, y representante por el Orden Docente en el Consejo de Facultad de Derecho. Activista en Derechos Humanos. Hincha de Racing Club de Montevideo.