Editorial

Lo que el viento se llevó

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

Mientras escribo estas líneas, los franceses están votando. Hoy, domingo, es la segunda vuelta de las elecciones legislativas, que darán la fisonomía definitiva de la cámara de diputados para los próximos cinco años. Mañana lunes, poco después de las ocho, cuando esta columna salga al aire, se conocerán ya los resultados. Una de las dificultades que presentan los lunes para un columnista cuando se trata de elecciones, es que en muchos lugares el día de la votación es un domingo, con lo cual, salvo que sea insomne o imprudente, su comentario llega recién, si llega, una semana después, cuando quizá ya no valga la pena.

En este caso, sin embargo, el riesgo de que lo escrito hoy sea desmentido mañana es muy bajo, casi nulo en realidad, por lo menos en los grandes números. No habrá sorpresas, sino quizá algunas sorpresitas aquí o allá, pero nada más. La cartografía general del paisaje político francés para el próximo quinquenio ya está dibujada, y tiene casi un solo color. Véase si no: de acuerdo a los resultados de la primera vuelta y en función de las proyecciones que se han difundido, el partido del presidente obtendría unos 400 escaños, tal vez más, en una asamblea compuesta por 577 diputados. Más aún: buena parte de los candidatos de otros partidos, en particular de la derecha tradicional y del Partido Socialista, se han declarado dispuestos a acompañar a la mayoría presidencial en su acción. Tal como están las cosas, la oposición se reduciría a algunas decenas de diputados de derecha, a un puñado de legisladores de la izquierda no socialista, y a menos de cinco diputados de la extrema derecha. Una oposición raquítica, pues, cuyos componentes son además inconciliables.

De manera que se avecina un gobierno de partido casi único, una aplanadora a la que solo le quedará conquistar el Senado en setiembre de este año. No es probable, ya que se trata de una elección parcial, pero, de todos modos, una mayoría en el Senado no es indispensable, porque la última palabra en materia legislativa la tiene la cámara de diputados. Con un número de senadores razonablemente significativo, La República en Marcha, que así se llama el partido de Emmanuel Macron, podría alcanzar, por ejemplo, las mayorías especiales requeridas en la reunión de ambas cámaras para reformar la Constitución.

La situación es inédita, y lo es más todavía cuando se recuerda, como ha sido dicho y subrayado, que el partido del señor Macron no existía siquiera hace poco más de un año, y que aproximadamente la mitad de quienes ingresen al Parlamento en la ola macronista no han ejercido jamás mandato electivo alguno: provienen de lo que se ha dado en llamar “sociedad civil”, y fueron reclutados por una comisión ad hoc encargada de estudiar los miles de currículos de personas deseosas de obtener una investidura, algo así como un proceso de selección de personal a cargo de una dirección de recursos humanos. La empresa Macron se apresta a copar el Poder Legislativo.

Resta explicar este tsunami, que ha jubilado de la noche a la mañana a centenares de dirigentes políticos sólidamente implantados, y ha dado cuenta de partidos enteros, como el Partido Socialista, convertido en una ruina testimonial. Repasemos cifras: el partido del señor Macron obtuvo el 32% de los votos en la primera vuelta de las elecciones legislativas de hace una semana, y se traducirá en un 70% de los diputados. A la inversa, la extrema derecha, que el domingo pasado recogió el 13% de los votos, podría tener apenas uno o dos diputados. El sistema electoral, por supuesto, es una de las causas de esa disparidad, ya que la distribución de las bancas no es proporcional, sino que se ganan, una por cada circunscripción, mediante el voto mayoritario, de ahí que existan dos vueltas.

Pero ese sistema no es nuevo, y no alcanza, por lo tanto, para explicar la marea. Ocurre que si el señor Macron arrasa, es también porque casi todos los demás se derrumbaron. Una versión francesa del “que se vayan todos” pateó el hormiguero, y la habilidad indudable del nuevo presidente hizo el resto. Fenómenos parecidos se han visto en otros sitios en los últimos tiempos; lo atípico en este caso es la amplitud, y sobre todo el signo. Ese espacio del rechazo donde hasta no hace mucho prosperaban candidatos y movimientos que cierta pereza ha llevado a calificar globalmente como populistas – promotores del nacionalismo, mayormente xenófobos, y, en el caso de Europa, cerrilmente anti-europeístas – lo ocupó en Francia un señor que representa todo lo contrario: liberalismo económico, progresismo moral, europeísmo militante, un optimismo bien peinado que dice no ser de izquierda ni de derecha, sino todo lo contrario, es decir de derecha pero con calma.

El episodio Macron, que está rediseñando a alta velocidad los mapas de la política francesa y que seguramente tenga consecuencias más allá de lo meramente doméstico, muestra por lo menos dos cosas: que el viento del cansancio ciudadano sigue soplando, y que no lo hace siempre en la misma dirección.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 19.06.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.