Por Rafael Mandressi ///
Se dijo que había sido un siglo corto, que el siglo XX había durado en realidad unas seis décadas, desde la primera guerra mundial en 1914 o desde la revolución rusa de 1917, hasta la caída del muro de Berlín en 1989 o la disolución de la Unión Soviética en 1991. También se dijo que el siglo XXI había empezado con el atentado a las torres gemelas de Nueva York el 11 de setiembre de 2001.
Recortar el tiempo poniendo fechas de principio y fin, buscando en el mar de los acontecimientos referencias e imágenes que permitan definir un período, es una operación casi tan inevitable como dudosa. El mundo no cambia de un día para otro, la historia no estornuda. ¿La Edad Media terminó con la caída de Constantinopla a manos de los turcos en 1453, o con la llegada de las carabelas de Colón al Nuevo Mundo casi cuarenta años después? La pregunta es rematadamente tonta, pero alguna pregunta parecida, menos grosera y más inteligente, es necesaria si se acepta que algo cambió de manera suficientemente significativa como para pensar que se acabó una época y comienza otra.
Nos gustan los mojones, y así el vocabulario de la historia se llena de revoluciones, no solo políticas; ahí están la revolución militar del siglo XV, la revolución de la imprenta, la revolución científica del siglo XVII y la revolución industrial. Ninguna de esas revoluciones fue tal, en ningún caso el mundo anterior fue abolido una noche y al día siguiente amaneció un mundo nuevo. Pero nos cuesta leer una novela que no esté dividida en capítulos, y el salchichón del pasado se come cortado en rodajas.
Los siglos son otra manera de puntuar el tiempo, y por esa razón molestan cuando se le quiere dar un sentido a la historia: el paso de un siglo a otro no está atado a ningún acontecimiento, se produce solo, convencional y automáticamente, con la pereza tranquila y ciega de la arbitrariedad cronológica. De ahí que a veces se busque estirarlos o comprimirlos: el siglo XIX habría sido largo, entre la revolución francesa y la guerra del 14; el siglo XX, en cambio, habría sido, pues, corto. Hasta que murió Fidel Castro y ese siglo volvió a las tapas de los diarios y los portales de Internet. Quedaban restos del siglo XX, que no estaba del todo difunto, aunque agonizara.
En realidad, el que falleció fue el señor Castro, porque Fidel ya había muerto hace varios años, pero aún así, las cenizas del comandante traen estos días el recuerdo de un siglo pasado que estiró su vejez más allá del calendario. Ya no se baila la habanera del Moncada, el polvo se ha ido acumulando sobre las postales de la Sierra Maestra, hay naftalina en los roperos de la revolución, y los ecos del siglo XX se oyen cada vez más apagados. Suenan como la tos de un anciano que perdió todo menos la memoria y que se empecina en narrar siempre, una y otra vez a quien quiera oírlo, el mismo puñado de recuerdos.
El siglo XX se ha estado muriendo de a poco, pero todavía no terminó de irse. No murió con Fidel Castro: Corea aún vive en ese siglo, Rusia pareciera querer volver a él, diríase que el señor Trump tiene también esa nostalgia. Hay en Nicaragua un fósil del siglo pasado grotescamente deformado por la edad, hay refugiados palestinos y colonos israelíes, aún hay nazis vivos, y se discute si juzgarlos o no de tan viejos que están. En Uruguay, el siglo XX está en los archivos del coronel Elmar Castiglioni, muerto él pero no sus papeles. El siglo XX está en la cárcel de Domingo Arena, en las prisiones domiciliarias de criminales notorios, en los criminales que no están ni en Domingo Arena ni con prisión domiciliaria; el siglo XX está en las marchas de cada 20 de mayo. El pasado no pasa así de fácil, no se desvanece por el mero juego de los números redondos ni por la muerte de quienes lo hicieron. Camino a la tumba, el viejo siglo cambalache, problemático y febril arrastra los pies y sigue haciendo sombra. Algún día morirá por completo, pero entretanto conviene no olvidar que decir adiós no siempre es irse.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 28.11.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.