Por Rafael Mandressi ///
Limpiar el baño es una tarea que en general carece de atractivo, y que, en ciertos aspectos particulares, es francamente ingrata. No hace falta ni es elegante entrar en detalles acerca de la limpieza del inodoro o de la remoción del sarro de la bañera para ilustrar esta afirmación. Tampoco es necesario subrayar que la eliminación de los rastros que deja el lavado de dientes sobre diversas superficies no es una experiencia sublime, como no lo es despojar el resumidero de la ducha de la sustancia que se crea por la mezcla de sebo, jabón, y algún que otro pelo. Súmese a ello el escaso encanto de la presencia de vello corporal de variada procedencia agrupado en los rincones o adherido a la loza y los azulejos (el vello es así, propenso a la adhesión).
Acabado el aseo del baño, se puede dedicar otra parte de la mañana a limpiar la cocina, incluido el lavado de la vajilla que se usó la noche anterior. Así podrá encontrarse en la pileta un número indeterminado de platos con vetas resecas de salsa boloñesa, un número equivalente de tenedores en cuyos dientes permanezcan, fríos y aglomerados, restos de queso rallado dispuestos a ofrecer resistencia, y tal vez una fuente donde un puñado de penne rigate sobrenade en aguas aceitosas junto con fragmentos de cebolla y grumos de carne picada. Luego llega el turno de las hornallas, de las que habrá que despegar el conjunto de costras carbonizadas, de la mesada, sembrada de migas y probablemente untada con vestigios de manteca u otra materia pingüe, cuando no de mermelada, y de la cafetera, cuyo filtro carga todavía con la borra humeante.
A continuación, el dormitorio, para borrar las huellas de la noche anterior: plegar pijamas tibios, recoger bombachas, calzoncillos, medias, hacer las camas, cuyas sábanas guardan aún la temperatura y, una vez más, pelos y vello corporal de los durmientes, retirar pelusa, retirar también el vaso de agua sobre la mesa de luz y quizá algún pañuelo de papel usado, escudriñar las fundas de las almohadas para verificar que no haya motas de sangre en ellas, así como se hizo antes en el baño inspeccionando las toallas, y hacer uso de la franela en contra del polvo que la cómoda tiende a acumular.
Estas actividades domésticas, poco gratificantes salvo para personas con misofilia, lo son aún menos cuando se efectúan en casa ajena. Si limpiar la mugre propia tiene momentos desagradables, limpiar la de otros lo es siempre, y más. Remunerar a otros para que se ocupen sistemáticamente de la mugre propia es asumir que la náusea tiene un precio, que el pago a terceras personas por hacerse cargo de la suciedad de uno es una transacción como cualquier otra, que asalariar el contacto con la roña que uno produce es legítimo y hasta natural.
También es asumir la violencia consustancial a toda relación de servidumbre, aunque se prefiera usar, quizá para desteñir la designación de esa violencia, algún eufemismo como “servicio doméstico” o “la señora que ayuda en casa”. La señora y no el señor, ya que la servidumbre en el hogar es masivamente femenina, se compone de tareas que, según parece creerse, algún orden universal recóndito habría reservado a las mujeres. Mujeres con cofia o sin ella, con uniforme o sin él, con cama o no, con o sin cuidado de los niños o funciones de cocinera, mujeres cara a cara con patronas y patrones en el espacio saturado de control de la domesticidad.
Desde 2008, esas mujeres también se encuentran cara a cara con sus empleadores en los consejos de salarios, representadas por su sindicato. Desde este año, el 19 agosto, el viernes pasado, día de la trabajadora doméstica, es feriado no laborable. Desde 2006, existe una ley (n° 18.065) que regula ese trabajo. Desde entonces, las 100.000 personas que se dedican a él han ganado en formalización, en salario y en condiciones laborales. En diez años, la situación de las trabajadoras domésticas en Uruguay ha cambiado significativamente, para bien. Pero lo sustancial no cambió: sigue habiendo quien limpia la mugre ajena a cambio de un pago, que por mejor que sea no suprime cosas inmedibles en términos de plata, como ciertas relaciones de dependencia y de subordinación que uno puede considerar inaceptables, y aspirar, por lo tanto, a que sean abolidas. Y que cada quien se limpie su propio baño.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 22.08.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.