Por Rafael Mandressi ///
Consultar al pueblo puede ser peligroso. Y si no, que le pregunten al primer ministro británico David Cameron, que incendió la casa para salvar los muebles, y se quemó. El peligro está en que el pueblo no siempre vota como debe, no siempre adopta la racionalidad que los dirigentes, los medios de comunicación, los poderes económicos y los partidos políticos serios asumen como única y evidente. De tanto asumir que por fuera de su microcosmos encantado solo hay irresponsabilidad y error, los formadores de opinión se encuentran cada vez más a menudo con que la opinión que forman es poco más que la propia, la que ya circula en los pasillos afelpados del pensamiento correcto, plagado de espejitos como el de la bruja de Blancanieves, que siempre responde que quienes piensan bien son los más hermosos del reino.
De ahí las sorpresas, y la desazón consiguiente que empaña la burbuja donde habita esta gente bienintencionada cada vez que constata que el pueblo no entendió, y se dejó llevar por las bajas pasiones que lo caracterizan. Irremediablemente infantil, debatiéndose en la oscuridad de sus horizontes cerrados, obtuso y primario, el pueblo da palos de ciego lastimándose incluso a sí mismo. Cuando eso ocurre, el día después es el de la autocrítica de salón, que consiste, las más de las veces, en admitir que no se supo comunicar. El problema tiene que estar ahí, en la comunicación, porque si el fondo del asunto se comprende, no puede haber dos opiniones. Alcanza con explicar bien las cosas para que la verdad se vuelva transparente y, por lo tanto, obligatoria.
Pero no hay caso, aun las mejores explicaciones resbalan muchas veces sobre la piel impermeable del pueblo. Una piel gruesa, aparentemente insensible, y oídos sordos: “lo hago por tu bien”,
repiten los padres, pero el niño irredimible se resiste a escucharlos. El pueblo es populista –insulto político supremo en los tiempos que corren–, y como es difícil cambiar de pueblo o abolirlo, solo queda evitar, en la medida de lo posible, sus pronunciamientos equivocados.
La Unión Europea ha ensayado varios métodos para ello. Impedir las consultas, por ejemplo. Así, cuando en 2011 al primer ministro griego, Yorgos Papandréu, se le ocurrió convocar a un referéndum sobre los términos de un acuerdo para el rescate financiero de Grecia, la canciller alemana y el presidente francés lo convocaron para rezongarlo, y Papandréu dio marcha atrás. Si un referéndum no se puede impedir, entonces lo mejor es desconocerlo, como también ocurrió en Grecia, en 2015. El nuevo primer ministro Alexis Tsipras organizó el referéndum al que Papandréu había renunciado, pero después negoció con sus acreedores lo que los griegos habían rechazado.
En 2005, el tratado constitucional europeo fue sometido a referéndum en Francia y en los Países Bajos, y en ambos casos el resultado fue negativo; poco importó: un par de años después se aprobó de todas maneras, con otro nombre, el Tratado de Lisboa, y a nadie se le ocurrió volver a consultar. A casi nadie, en realidad, porque en Irlanda se llamó a un referéndum en 2008. Mala suerte, otra vez: ganó el “no”. El entonces primer ministro español, José Luis Rodríguez Zapatero reaccionó como un verdadero demócrata: a su juicio, y con todo respeto, ese resultado no debía “suponer un freno” a la ratificación.
Según Donald Tusk, primer ministro de Polonia en aquel momento y hoy presidente de la Unión Europea, Europa iba a encontrar la manera de hacer entrar en vigor el Tratado de Lisboa. Y la encontró: se trataba de volver a patear el penal. Les avisaron a los irlandeses que habían votado mal y que debían hacerlo de nuevo, bajo presión, a ver si esta vez se comportaban como correspondía. Un clavo saca otro clavo.
A fuerza de preguntarle al pueblo y después ignorar o despreciar las respuestas, los individuos bien peinados que viajan en la globalización feliz y se asombran, malhumorados, de que no todo el mundo aplauda sus ideas ganadoras, no hacen más que echar combustible en la máquina de la ultraderecha, a la que una parte de esos pueblos recurre no por adhesión, sino para patear la mesa y aullar con los lobos, de modo que alguien por fin se dé por aludido.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 27.06.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.