Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi
Medir es una actividad respetable, en ocasiones productiva y potencialmente universal, ya que todo puede ser considerado desde la óptica de la talla, el volumen o la intensidad: desde el Producto Bruto Interno, hasta la cantidad de agua que cae durante una tormenta en la esquina de Soriano y Andes, o el tiempo que emplea un adulto mayor en ir y volver de su casa a la panadería. Los aspectos más interesantes de cualquier medición no están en el acto mismo de medir, sino en las etapas que lo anteceden y en las que lo siguen. Antes, es decir cuando se decide qué habrá de medirse y cómo. Después, al organizar, procesar, interpretar y usar los resultados.
La prueba trienal PISA, cuya cosecha 2015 se dio a conocer el martes pasado, es una medición: PISA mide desempeños, conocimientos y “competencias”, motivaciones y hábitos de adolescentes de 15 años escolarizados en 72 países. Pero PISA no solo mide: también compara. No lo hace cotejando los resultados con un punto de referencia fijo, con un estándar que corresponda a lo intrínsecamente deseable en materia educativa, sino que compara a los países entre sí. De este modo se genera un ranking, que cada tres años indica si se está mejor o peor que otros. Solo que enterarse de que Uruguay está por debajo de Finlandia y por encima de Uganda es poco elocuente en sí mismo, ya que se puede mejorar el puntaje y bajar en el ranking, y viceversa. A falta de un punto fijo, la clasificación trienal no puede revelar siquiera tendencias, excepto cuando se efectúa la comparación entre Uruguay hoy y Uruguay hace tres años, lo cual, en definitiva, no es sino introducir un punto fijo y olvidarse de la clasificación.
La principal información que aporta el ranking es pues el propio ranking, un objeto autorreferencial, en el que todo son posiciones relativas. A falta de una pauta externa, el estándar es engendrado por la propia clasificación, y cambia junto con ella. Un día es Finlandia, otro día es Singapur, mañana quién sabe, y si se asume que el lugar que se ocupa en el ranking da cuenta de la calidad de la educación, las reformas o los planes pasan entonces a tener como principal objetivo escalar posiciones en la tabla. Dado un resultado y conocido el instrumento con el que se obtiene, la respuesta se adapta a lo que el instrumento registra. La transformación de la realidad pasa a ser comandada por el procedimiento de medida, a la manera del gordo que se faja porque controla su sobrepeso con el talle de sus pantalones.
Esto no ocurre solo con PISA, por cierto. Indicadores, mediciones, ordenamiento por puntaje y demás nutren los múltiples rankings cuya materia prima son no solo “servicios” de educación sino de salud, o los que dan cuenta de la libertad de prensa, del “clima de negocios”, de las desigualdades sociales, del “desarrollo humano”, de la preservación del ambiente, etc. Del mismo modo que todo puede ser transformado en un objeto medible, todo puede ser clasificado según los datos que arroje la medición. Desde el bienestar de los gatos o el tamaño de las várices en la población hasta el olor de las cloacas o la “inclusión financiera”, todo es potencialmente carne de ranking. Poco importa la insignificancia del fenómeno de que se trate, ya que el ranking la digiere sin dificultades. Si resulta que en el ranking internacional de bienestar de los gatos Uruguay aparece en un lugar inferior al de Guinea-Bissau, se podrá abundar en glosas, no tanto sobre la felicidad de las mascotas, sino sobre el escándalo que representa ser superados, tan luego por Guinea-Bissau. Entre pesadumbre e indignación, se intentará quizá calar más hondo, bosquejando causalidades improbables que expliquen, por ejemplo, el deterioro del olor de las cloacas de Montevideo respecto del de los albañales de El Cairo, o por qué las várices son más grandes en Uruguay que en Belice. De allí surgirá el repertorio de acciones a emprender para poner remedio a una situación tan indecorosa (¡peor que Belice!) y se reclamará su implementación. Así llegan las reformas, o se convalida el buen tino presunto de las ya iniciadas o programadas.
Los rankings, con todo y su cortejo de absurdos, son un objeto de consumo, pero son también una herramienta política que conviene no subestimar. El principio que les da sentido y fuerza es el de la competencia de todos contra todos, según el cual quien quiera mejorar debe medirse, y quien quiera ser el mejor debe compararse. Se trata de una tecnología de gobierno, la de la evaluación comparativa, que presupone un mundo en el que no hay sino competidores.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 12.12.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.