Por Rafael Mandressi ///
Después de un intento de golpe de Estado, la detención y sometimiento a juicio de los implicados, ya sea como agentes directos o como instigadores, es de rigor. Si se atenta contra el poder instituido y se fracasa, ese poder que no fue derribado acciona los mecanismos de castigo de que dispone, y en ocasiones habilita incluso otros: la excepción se justifica con la excepción; una situación especial requiere, o, por lo menos, permite, respuestas especiales, y nada mejor que una mano de hierro para grabar en el mármol del día después que no hay perdón ni piedad para los facciosos vencidos. A los insurrectos, si se ha logrado sofocarlos, se los aniquila: se tritura su causa, se destruye su red de simpatías o complicidades, y de ser posible se los humilla. Se les aplica, en suma, toda la fuerza del régimen que ha sobrevivido a su sublevación.
El régimen no solo era más fuerte que lo previsto por los sediciosos, sino que en virtud de la intentona golpista puede volverse más fuerte aún. Puede, en efecto, ir más lejos en su proyecto político, particularmente en la dirección que el golpe pretendía detener, desviar o evitar. Golpe y contragolpe, pulseada que unos ganan y otros pierden, sin que sea posible establecer, con la claridad en la que algunos dicen creer, una distinción nítida entre lo jurídico y lo político.
Hace diez días, una noche golpista en Turquía acabó en un amanecer de derrota para los insurgentes, y en la apertura de un espacio de oportunidades para el régimen, que parece decidido a no desaprovecharlas. La purga, como se sabe, es gigantesca: entre destituciones, arrestos, suspensiones y exigencias de renuncia, la reacción del poder turco barrió con más de 50.000 personas en una semana.
Primero le tocó a las fuerzas armadas, la policía y el poder judicial, con 6.000 militares detenidos, incluidos un centenar de generales y almirantes, 18.000 funcionarios del ministerio del interior cesados y un millar más suspendidos, 755 jueces y 300 integrantes de la guardia presidencial, disuelta, bajo arresto. Poco después le llegó el turno a la enseñanza, con la suspensión de más de 15.000 docentes y 1.577 decanos universitarios obligados a dimitir. Otras administraciones aportaron también su lote de despidos y separaciones del cargo, se procedió a disolver unas 2.500 organizaciones entre institutos de enseñanza, fundaciones, sindicatos y asociaciones, se anuló el pasaporte de casi 11.000 personas, se acentuó el control de los medios de comunicación, se propuso restablecer la pena de muerte y se decretó el estado de excepción por tres meses, lapso durante el cual Turquía se declara al margen de la Convención europea de derechos humanos.
Todo ello, según el Gobierno turco, persigue el propósito de reforzar la democracia. Ninguna decisión, ningún acto en esta brutal depuración se aparta de las normas. El régimen emplea las que tiene a su disposición, y gracias a ellas establece además otras, endureciendo lo jurídico para endurecer aún más lo político, y viceversa. Se trata, dicen las autoridades, de erradicar rápidamente a todos los miembros de la “organización terrorista” responsable del golpe fallido. Se trata también de dar un salto decisivo en la empresa de instaurar un nuevo Estado turco, cerrando el “paréntesis kemalista”. Adiós la república laica, cuyo principal guardián era el ejército; el Estado confesional que Recep Erdogan y su partido islámico aspiran a instalar, está más cerca que nunca desde que hace un siglo se derrumbó el imperio otomano. Un Estado autoritario, nacionalista, musulmán, he ahí el regalo político que los golpistas del 15 de julio le hicieron al régimen, que no tuvo más que poner lo jurídico en marcha para lavar su contragolpe.
Quienes vean esto con profundo desagrado y sientan una comprensible repulsión por un sátrapa megalómano como Erdogan, se dirán quizá, saludablemente, que la próxima vez que lo político les ofrezca estados de excepción o “leyes patrióticas” en sus propios países lo pensarán dos veces antes de dejar sueltos semejantes animales jurídicos.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 25.07.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.