Por Rafael Mandressi ///
Tony Blair mintió, antes y después de la guerra de Irak. Todo el mundo lo sabía ya desde hace tiempo, pero hubo que esperar 13 años para que un informe oficial lo estableciera públicamente.
Al cabo de siete años de trabajo, la comisión investigadora sobre la intervención del Reino Unido en Irak, creada en 2009 y presidida por John Chilcot, un ex alto funcionario británico, puso sobre la mesa 12 volúmenes aplastantes. El miércoles pasado, en un centro de conferencias situado frente al Parlamento, el señor Chilcot dio a conocer las conclusiones a las que llegó la comisión, contenidas en el informe de dos millones y medio de palabras.
De acuerdo a la comisión Chilcot, cuando en marzo de 2003 el Reino Unido decide acompañar la intervención estadounidense en Irak, Saddam Hussein no representaba una “amenaza inminente”, no se habían agotado todos los intentos pacíficos para obtener el desarme iraquí, ni los servicios de inteligencia habían probado de manera irrefutable que Irak se estuviese dotando de armas de destrucción masiva.
La acción militar no era inevitable, a pesar de lo cual el Reino Unido participó, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, “en la invasión y ocupación total de un Estado soberano”. Más aún: con esa decisión, el país contribuyó a socavar la autoridad del Consejo de seguridad de Naciones Unidas, embarcándose, por añadidura, en una empresa bélica sin haber medido las consecuencias que una aventura semejante iba a traer aparejadas.
Esas consecuencias son conocidas: más de 100 mil civiles muertos, desestabilización profunda de toda una región, destrucción, violencia y caos. He ahí el saldo desastroso y trágico de una operación promovida por el gobierno estadounidense de entonces, presidido por el infausto George W. Bush, a la que el señor Blair se plegó incondicionalmente. Según la comisión Chilcot, que logró tener acceso a la correspondencia entre ambos, varios meses antes de la invasión Blair ya reptaba a los pies de Bush, a quien escribió, en julio de 2002: “Estaré contigo, sea como sea” (“I will be with you, whatever”). No sorprende, por lo tanto, que a mediados de marzo de 2003, el dócil Primer Ministro británico ya hubiese aceptado el calendario establecido por el ejército de Estados Unidos.
Todo estaba cocinado pues cuando el 16 de marzo de 2003 se produjo la cumbre de las Azores. Bush, Blair, y los jefes de gobierno de España y de Portugal de la época, José María Aznar y José Manuel Durão Barroso, se reunieron en ese residuo del viejo imperio portugués para lanzar un ultimátum a Saddam Hussein y aprobar, de paso, una declaración sobre la solidaridad transatlántica. Una postal imperial en medio del océano, con los gobernantes ibéricos como testigos fósiles de esplendores territoriales pasados.
La coincidencia quiso que la semana pasada, dos días después de la publicación del informe Chilcot, el señor Durão Barroso también volviera a ser noticia. El viernes 8 se supo, en efecto, que quien fuera presidente de la Comisión Europea entre 2004 y 2014 había sido contratado por el banco Goldman-Sachs, como presidente “no ejecutivo” de sus actividades internacionales y como consultor. Después de haber sido primer ministro de Portugal, Barroso, un ex militante maoísta que a los 24 años abrazó la causa de la derecha liberal, llegó en junio de 2004 a la presidencia de la Comisión Europea gracias al apoyo de su amigo Tony Blair. Favor con favor se paga: Barroso no solo había organizado la cumbre de las Azores, sino que había permitido que los aviones de la CIA que llevaban prisioneros a Guantánamo sobrevolaran el espacio aéreo y usaran los aeropuertos portugueses.
Amigo de sus amigos, durante sus dos mandatos europeos Barroso fue un ferviente y eficaz impulsor del Tratado de Libre Comercio entre la Unión Europea y Estados Unidos, y se ocupó de bloquear cualquier intento de regular el sistema financiero, para mayor regocijo de la City de Londres. A Londres irá ahora, a trabajar desde allí para Goldman-Sachs, uno de los bancos más implicados en la crisis de las subprimes en 2007, el banco que ayudó a maquillar las cuentas griegas y que luego se dedicó a especular con la deuda de ese país.
A los 60 años, Barroso parece no estar satisfecho con su jubilación, y empieza así una nueva carrera poniendo sus modales viscosos al servicio de los intereses que, al fin y al cabo, siempre defendió: su tarea va a consistir de ahora en más en asesorar a Goldman-Sachs en la era post-Brexit. No sea cosa que los compañeros de la banca pierdan plata por culpa de un referéndum.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 11.07.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.