Por Rafael Mandressi ///
Como muchos uruguayos, el Brasil que conozco es un Brasil superficial, costero, urbano y meridional. Como muchos uruguayos, tengo además la idea de que Brasil es un imperio, idea vaga e imprecisa pero bastante arraigada desde los tiempos en que cursaba secundaria y estudiaba en los manuales de historia: los porteños son traidores, los brasileños invasores. Pobre Artigas, pobres nosotros.
Por si la desgraciada épica de la Patria Vieja no alcanzara, sé, o creo saber, como muchos uruguayos, que en 1971 los tanques brasileños estuvieron apostados en la frontera, prontos para atravesarla, en caso de victoria del Frente Amplio.
Como algunos uruguayos, quizá menos, no compré nunca la imagen de un Brasil seductor, desenfadado y alegre, en contraposición a una cultura rioplatense encorsetada y melancólica. Nunca me pareció estimulante el carnaval de Rio –quizá por culpa de Julio Alonso, lo admito–, ni Caetano Veloso, Gilberto Gil o Chico Buarque me hablaron de cosas que pudiera sentir como propias, a diferencia de los argentinos Troilo, Manzi o Goyeneche.
Argentinos. Hablemos de ellos. Como muchos uruguayos, la Argentina que conozco es básicamente porteña, televisiva, fluvial, con modales de turista impaciente. Como muchos uruguayos, tengo además problemas digestivos con el peronismo, sea cual sea su rostro: ortodoxo, posmontonero, neoliberal, ultraderechista, clerical, mafioso, antiimperialista, armado, popularmente déspota, nacionalista, y casi todo etcétera que quiera añadirse, siempre y cuando se adecue a una cultura política irrigada por espasmos afectivos.
Como muchos uruguayos, siento alivio al saber que un equilibrio inefable ha impedido, durante décadas, que el imperio brasileño nos haya fagocitado y que el peronismo haya impregnado nuestra manera de estar en el mundo. No está muy claro a quién hay que dar las gracias, pero lo cierto es que a muchos uruguayos nos gusta ese equilibrio, frágil y pequeño, arrinconado en una esquina y vestido con las ropas grises pero prolijas de la república. Como muchos uruguayos, no dispongo de una definición especialmente elaborada de lo que llamamos república, pero tengo, como muchos uruguayos, la nítida impresión de que se trata de algo muy diferente no solo del Brasil de los Bragança, por cierto –esto es obvio–, sino también de la “comunidad organizada” peronista, del “Estado novo” varguista o de la “década infame” oligárquica que antecedió, en Argentina, a la década del primer peronismo.
Como muchos uruguayos, en definitiva, estoy lleno de prejuicios, y la autocomplacencia provinciana no me es ajena. Sin embargo, en esos prejuicios, como siempre, junto a la simplificación, la reducción y la opinión groseramente formada, late algo de cierto. Algo que podríamos incluso llamar auténtico, ya que los prejuicios hablan sobre todo de nosotros mismos, los prejuiciosos. En este caso, los prejuicios traducen lo que no quisiéramos ser.
Prejuicioso como el que más, adepto de una excepcionalidad uruguaya que tal vez jamás haya existido realmente, lamento que en estos últimos tiempos se hayan reactivado ciertas maneras promiscuas de vivir en el vecindario. Concretamente, deploro que parte de la izquierda uruguaya sienta afinidades con “la Cámpora”, así como me consterna que la derecha uruguaya aplauda la grosera victoria de la reacción paulista en Brasil y el atracón de revancha que el advenimiento de Mauricio Macri está ofreciendo al antiperonismo de clase.
Me sabrán disculpar si doy rienda suelta a mi minúscula condición de uruguayo, petiso y apretado en mi rincón imaginario de América del Sur, y pido, desde ese lugar, que naveguemos con nuestras mejores brújulas, pobres, anticuadas y seguramente defectuosas, pero que tienen la gran ventaja de carecer de norte y de oeste.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 25.04.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.