Editorial

Esos amigos míos, los periodistas

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Por Claudio Invernizzi ///

Es curioso que no recuerde el frío en aquel apartamento donde estaba la redacción del semanario. Y que tampoco lo recuerde en la calle. Por el contrario, todo lo que me llega de aquellos años crueles es la tibieza del tumulto.

La dictadura seguía matando a pesar que, desde hacía años, ya nadie blandía otra cosa que no fuera coraje, volantes o esperanzas desaforadas. Y sin embargo, insisto: yo no recuerdo el frío. Pero hubo una noche de aquel otoño -siempre hay una noche cuando se habla de periodistas-  en que se congeló la respiración, la palabra y el decir: habían asesinado a un medico de San Javier. La muerte, esa soledad última, no era una vieja con guadaña sino un líquido asfixiante, un puño asesino y un plantón devastador. Así se había presentado ante el Dr. Vladimir Roslik.

Nadie dudaba de su muerte en la tortura pero hubo un director, Flores Silva, dos periodistas, Alejandro Bluth y Juan Miguel Petit y una pluma devenida en mito, Manuel Flores Mora, que salieron a buscar fuentes y pruebas y a corroborarlas, por fundamental rigor y para defenderse de la censura y demostrar que a aquel gobierno no le quedaba ni siquiera el tartamudeo infeliz de una peregrina excusa.

Recuerdo el sonido del teléfono, los gritos de un Coronel al Director llegados desde no sé dónde, la búsqueda cinematográfica y afanosa, paulatina y enceguecida de aquellos periodistas tras las pruebas: Alejandro Bluth manejando ferozmente por la ruta 3 un pequeño Dahiatsu rojo mientras, como podía, Petit tecleaba una Hermes Baby y ambos redactaban para poder llegar desde Paysandú antes de la hora de cierre. Y llegaron. Lo hicieron con parte de las pruebas y un título que sin proponérselo había redactado en misa un cura sanducero: “Oremos por el alma de Roslik que murió asesinado”.

Hoy me acordé de todos ellos por lo siguiente: hay un café en la calle Zabala, casi Sarandí. Es discreto en su exterior y tan difícil de advertir como una moneda de un peso en el balastro. Ahí estuvimos hace un rato con Antonio Ladra tomando una sopa de lentejas y hablando de series polacas y belgas. Muchísimos años atrás, con él mismo, ocupábamos una habitación en una vieja casona de Fernández Crespo donde apenas entraban dos maquinas de escribir. Era en la redacción del diario La Hora. Será por eso, por pura costumbre,  que tantos años después nos seguimos quedando cerca uno del otro.

El me había dicho hacía tiempo sin ningún tipo de entusiasta dramatismo, que estaba tramitando la jubilación. Pero quien ha atravesado diarios, radios y canales de televisión con diferentes matices y el mismo vértigo, es poco probable que dedique sus horas futuras a revisar el pasado profesional, a dejarse cautivar por lo hecho o a  fijar algunos arrepentimientos. No, estimado lector, no sucedió. Vea usted: hace un rato, en ese bar discreto y silente, me comentó la investigación que acababa de hacer en torno a la Operación Océano. Vaya tema: entre fuentes de las que no habló y procedimientos de investigación que no le habían sido fáciles, buscó nombres que consideraba que debían ser nombrados hasta el hartazgo. Al final, a su hipotético retiro lo agitó la pasión de siempre por las cosas que pasan en el mundo.

Estas dos historias las refiero, elegidas entre otras tantas, para hablar de arrojo y de persistencia, de riesgo y de pasión pero también para presentarme con pruebas emocionales de que a mis amigos y amigas periodistas -mientras torpe e infructuosamente intentaba ser uno de ellos- los conozco. Vi como los templaba la verdad y el asco, el desconcierto y la angustia, la alegría y la furia, la vanidad y el despecho, en fin, la realidad: esa madre de todos los males que pareciera, estamos empecinados en hacer pagar a quienes la espían. Porque a eso es a lo que se dedican: a espiarla y a contarnos lo que ven en ella. Y claro, con semejante tarea no se les puede pedir que anden secreteándonos bellezas. En general ellos informan sobre cosas que nos enoja como a perros y perras cruzados en plena estupidez sentimental, como dijo el cantor. Pero los periodistas no son responsables cuando la realidad, una vez más, traiciona nuestra expectativas, nuestras almas o nuestra fe. Ellos sufren su destino de andar por la vida preguntando y preguntándose, hurgando, mortificando a los inocentes y culpables de este mundo casi ingrato en el que vivimos. Y a veces veo, como siempre pero como nunca antes, a los hinchas que se acumulan en redes como tribunas infernales, gritonas y furiosas porque lo que se informa no es lo que se quisiera, lo que se opina no es lo que se comparte, o incluso porque lo que se pregunta a alguien que goza de nuestra simpatía, es demasiado incisivo. Y lo confieso: a mi también me pasa. Pero me abstengo de esas puteadas livianas que van con un objetivo claro: el periodista. Porque cuando eso pasa la realidad sonríe sintiéndose artífice también de esa confusión y parece decir, yo no fui, como si se tratara de una joda de compañeros de clase. Sí, cuesta decirlo por manido, pero por ahí andamos matando mensajeros y mensajeras.

Mientras tanto, es verdad, por los medios y por las redes también discursean comunicadores más afines al espectáculo de la política grotesca. Son los buscadores de seguidores, los habladores compulsivos, los intérpretes de algunas historias que decididos a representarlas, nos incitan a resbalar por la realidad o a mirarla con afecto o desprecio, según nos convenga.

Pero no, prefiero ni hablar de eso. Hoy tocó hablar de la nobleza. ¡Para qué andar mezclando basura con  tempestad!

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Para el espacio Voces en la cuarentena de En Perspectiva.

Claudio Invernizzi (1957)  es publicista y escritor. Trabajó como periodista en Jaque, y fue director de Televisión Nacional de Uruguay.

 

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