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Segunda mirada
Millón y medio

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Por Rafael Porzecanski ///

Durante estos últimos días, muchos uruguayos discutimos con fervor sobre el destino de US$ 1.500.000. Ese dinero es el que, aproximadamente, dejarían de percibir las universidades privadas por concepto de donaciones empresariales a cuenta (hasta en un 83 %) del Impuesto a la Renta de las Actividades Económicas (IRAE). La iniciativa ya fue aprobada por la Cámara de Diputados con los votos de los legisladores del Frente Amplio y resta saber si el Senado hará lo mismo.

Probablemente, la fuerte polémica instaurada se explica no tanto por el dinero en juego (una cifra muy menor en términos de su impacto impositivo) sino más bien por los temas subyacentes, vinculados a la relación deseable entre Estado y mercado y, más específicamente, a los grados de libertad que deberían tener los contribuyentes para elegir el destino de sus impuestos, a lo que constituyen auténticas prácticas de solidaridad y a las características que debería tener nuestro sistema de educación terciaria.

En medio de esta polémica, varios dirigentes y militantes del Frente Amplio han utilizado como argumento la necesidad de favorecer a la educación pública superior por su carácter presuntamente igualitario y gratuito (los diputados Macarena Gelman y Gonzalo Civila han sido probablemente quienes más han subrayado este argumento en el reciente debate mediático). El problema con esa clase de argumentos, sin embargo, es que obvian la existencia del Fondo de Solidaridad, un impuesto que desde 1994 ha transformado a la educación terciaria estatal en parcialmente gratuita y que en 2015 recaudó casi US$ 30 millones.

Desde su creación, el Fondo de Solidaridad establece que aquellos egresados de la educación terciaria pública deben obligatoriamente realizar aportes para solventar, entre otras cosas, un amplio programa de becas universitarias1. Desde la Ley de Presupuesto de 2015, además, el Fondo de Solidaridad se extendió significativamente en el tiempo, obligando a los egresados a pagarlo hasta los 70 años de edad (en lugar de un período máximo de 25 años). Según el nuevo régimen, un egresado de una carrera de cuatro o más años de duración que aportara durante 30 años, culminaría pagando cerca de US$ 7.000. La cifra podría llegar a los US$ 12.000 si ese egresado pagase un adicional actualmente comprendido para carreras de cinco o más años. Considerando esta información, la pregunta es más que obvia: ¿cómo puede considerarse gratuito a un sistema educativo que tiene en los aportes obligatorios de su población graduada una de sus vías de financiamiento?

Además de no ser gratuita, la educación terciaria superior y su Fondo de Solidaridad están lejos de operar con criterios de auténtica equidad. Es encomiable, por un lado, que nuestra universidad pública tenga un poderoso sistema de becas para apoyar a sus estudiantes de escasos recursos. Aunque los estudiantes del sistema público están exentos de pagar una matrícula, la educación superior tiene múltiples costos que justifican el apoyo a los sectores de bajo poder adquisitivo (que de lo contrario deberían tener una inserción de tiempo completo en el mercado laboral en desmedro de su rendimiento estudiantil).

En la actualidad, 18 de cada 100 estudiantes de Udelar son de hecho becarios, con partidas promedio que rondan los $ 50.000 anuales. También es destacable y compartible que, como parte de las modificaciones introducidas en 2015, el Fondo de Solidaridad incrementara significativamente la franja de ingresos exonerada de realizar aportes. Mientras antiguamente debían aportar al fondo los egresados con ingresos mensuales mayores a 4 Bases de Prestaciones y Contribuciones (BPC), hoy equivalentes a $ 13.360, hoy lo deben hacer aquellos con ingresos superiores a 8 BPC, $ 26.720.

Sin embargo, mucho más discutibles son otros criterios que emplea el Fondo de Solidaridad para decidir quiénes pagan y quiénes no. En especial, llama poderosamente la atención que estén exonerados de pagar este impuesto todos aquellos ciudadanos que hicieron uso del sistema pero que no se graduaron. Quizás la premisa para establecer esta línea demarcatoria es que la obtención del título universitario o terciario suele ser recompensado por mejores ingresos.

Esta presunción tiene sustento empírico pues existe una probaba y fuerte correlación entre título e ingresos. Sin embargo, tal correlación está a años luz de ser perfecta. Con este criterio más que imperfecto, pues, el Fondo de Solidaridad abre la puerta a un cúmulo de injusticias. ¿Qué criterio de equidad puede sustentar, por ejemplo, que esté exonerado de pagar el Fondo de Solidaridad un ex estudiante avanzado de ingeniería que no llegó a graduarse pero que aprovechó sus estudios como insumos para fundar una exitosa empresa, mientras que sí debe pagarlo una graduada en trabajo social con ingresos mucho menores? ¿Acaso no hicieron ambos un uso extensivo de todos los servicios brindados por la universidad? Un razonamiento similar podría realizarse respecto al criterio que exonera de pagar este tributo a los egresados que no residen en Uruguay. Una vez más: ¿qué clase de criterio es aquel que exonera del tributo a un acaudalado abogado que vive en el extranjero pero que se formó íntegramente en la Facultad de Derecho de Udelar y obliga en cambio a realizar aportes a un defensor de oficio con un sueldo bastante inferior al del promedio de la profesión?

Si nuestra universidad pública no es universalmente gratuita ni tampoco emplea los mejores criterios posibles de justicia distributiva para determinar quiénes pagan o no por haber utilizado sus servicios, ¿no será tiempo de volcarnos hacia un sistema diferente? ¿Por qué no establecer un sistema en el cual los estudiantes aporten durante sus años de estudio (y no a posteriori) según la cantidad de años cursados y sus posibilidades económicas? O, alternativamente, si nos volcáramos por una alternativa de educación universitaria superior genuinamente gratuita, ¿por qué no derogar el Fondo de Solidaridad y solventar el sistema de becas universitarias con parte de los ingresos provenientes del IRPF, un impuesto que grava a los ciudadanos según su nivel de ingresos?

Curiosamente, ninguno de estos temas cruciales referidos al Fondo de Solidaridad han propiciado un debate amplio en nuestra sociedad (aunque sí es verdad que un pequeño grupo de profesionales ha intentado derogarlo sin éxito en diversas instancias judiciales). Inversamente, la mayor polémica instaurada en torno al Fondo de Solidaridad en los últimos tiempos se suscitó al publicarse el suculento sueldo de su gerente general, un dato que por más polémico o irritante que sea no toca el verdadero centro de gravedad de este asunto.

En este contexto en el que tanta importancia le hemos dado al millón y medio de dólares que hoy reciben las universidades privadas gracias a las exoneraciones impositivas de las empresas, sería deseable que sumáramos a la discusión a una educación pública superior que acoge a muchos más estudiantes, a la que se destinan muchos más recursos y sobre la que existen unas cuantas preguntas, hasta ahora, sin la debida respuesta.

1. Junto a la Universidad de la República, también pagan este impuesto los egresados de la novel Universidad Tecnológica (UTEC) y de las carreras terciarias ofrecidas por el Consejo de Educación Técnico Profesional de la ANEP.

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Segunda mirada es el blog de Rafael Porzecanski en EnPerspectiva.net. Actualiza el sábado en forma quincenal.