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New York (ii): Los recitales

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Segunda entrega de las crónicas de Eduardo Rivero tras su reciente visita a la Gran Manzana.

Por Eduardo Rivero ///

Hasta mayo de 2017, el sueño de regresar a New York era tan difuso como improbable. Hasta que, como suele suceder, una súbita voltereta del destino puso ese regreso dentro de lo perfectamente posible. A partir de allí, y hasta febrero de este 2018 cuando ese regreso se concretó, el sueño empezó a crecer día a día con la música ocupando un primerísimo plano.

La semana pasada les conté de mi debut como espectador de musicales de Broadway, dos shows cuyas entrada compramos on line con muchos meses de anticipación. Con lo que no contábamos fue con dos recitales que ocuparon el miércoles y jueves que siguieron a aquellos lunes y martes en Broadway. Una semana antes del mágico momento de embarcar en Carrasco descubrí en internet que al día siguiente del segundo musical se presentaba nada menos que Billy Joel en el Madison Square Garden y que, por supuesto, allí debíamos estar, costara lo que costara (y costó bastante). Entramos a la página correspondiente, compramos dos entradas en el primer anillo de la tribuna y nos ocupamos de incorporar al espectáculo dentro del cofre de los sueños más relucientes. La realidad, por cierto, no solo estuvo a la altura sino que superó esos sueños.

No solo tuvimos la inmensa fortuna de que la presentación de Billy Joel fuera al día siguiente del segundo Broadway, sino que, para colmo de las fortunas -uno no siempre liga mal en esta vida- el Madison Square Garden está ubicado frente por frente con el hotel donde nos íbamos a alojar.

El miércoles 21 de febrero caminamos horas por dos barrios primorosos y elegantísimos, de casas de espíritu londinense que desmienten la noción del New York de rascacielos que no dejan ver la luz del sol: Greenwich Village y Soho. Fue maravilloso. Debo decir que Billy Joel caminó con nosotros a lo largo de esas largas horas de deslumbramiento. No perdíamos de vista que esa noche íbamos a estar frente a frente con uno de los grandes del rock de todos los tiempos.

Tal vez no sea políticamente correcto decirlo, o suene no del todo bien, pero no es lo mismo ver a Clapton, McCartney o Joel aquí en Montevideo que verlos jugando de local, en su cancha, en su ciudad natal, con la mejor amplificación y las mejores luces del planeta. Ese es un plus que pesa y mucho.

El Madison Square Garden es, sin dudas, el estadio cerrado más célebre del mundo y su historia se hace sentir apenas vas transitando sus pasillos y lujosas escaleras camino a la inmensa sala principal y a tu butaca. Allí juegan sus partidos de la NBA los New York Knicks. Allí pelearon por primera vez Muhammad Ali y Joe Frazier. Allí George Harrison realizó el Concierto para Bangladesh con la actuación, entre otros, de Eric Clapton y Bob Dylan. Allí Elvis Presley presentó en 1972 su primer y único show en vivo en New York. Allí John Lennon cantó por última vez sobre un escenario, junto a Elton John, en el Thanksgiving Day de 1974. Allí se filmaron y grabaron los recitales de Led Zeppelin que darían pie a la película The Song Remains the Same. Allí Elton John festejó su cumpleaños número 60 con un memorable recital. Allí Madonna hizo 31 shows, la banda U2 25 shows y Billy Joel, en aquella noche del 21 de febrero de 2018, su show número 95 en ese sitio.

Este periodista no encuentra las palabras para describir las emociones de lo vivido esa noche, con ese veterano gordo, calvo y con nariz chata de boxeador, de traje negro y camisa azul oscuro, tocando su piano de cola con enorme maestría y cantando con su voz intacta, plena de garra y a la vez matices, un repertorio de temas propios que tienen un merecido lugar en la historia del rock: River of Dreams, Pressure, The Entertainer, New York State of Mind, She’s Always a Woman, My Life, Allentown, It’s Still Rock and Roll To Me y, por supuesto, Piano Man, que coreó todo el estadio, dicho sea de paso, lleno de bote a bote.

El primer bis fue con la ultra bailable y simpatiquísima Uptown Girl. Hasta hubo una sorpresa inesperada cuando hizo subir a cantar a uno de los técnicos del show, un veterano al que le sobraban kilos, cancha y voz que abrió el libro de modo impresionante con una vibrante versión de Highway to Hell, el clásico de AC/DC. Había que escuchar a esa banda de músicos más bien mayorcitos tocando heavy rock como adolescentes, haciendo vibrar las paredes y aullar a la multitud en los estribillos: Mike Del Giudice en teclados y guitarra, Mark Rivera en Saxo, el notable Tommy Byrnes en guitarra, el no menos notable Chuck Burgi en batería, el virtuoso trompetista Carl Fisher y la percusionista y saxofonista negra Crystal Taliefero.

Como si la suerte de tener a Billy Joel en la vereda de enfrente de nuestro hotel no alcanzara, ese mágico día de febrero el rudo invierno neoyorquino dio paso a un insólito “veranillo” de 23 grados que nos regalo por la tarde la increíble visión de señoras y señores corriendo por el Central Park en short y musculosa. No hay caso: aquel debía ser un día especial.

En el cofre de los sueños, quedaba otro reservado para ser hecho realidad al día siguiente, jueves 22 de febrero. Me negaba a pasar por Manhattan -donde únicamente había estado poco y mal en el lejano 1986- sin disfrutar de una noche de jazz en un club nocturno.

Mi elección era ver una big band; vale decir, una de esas formaciones numerosas que nunca jamás podremos ver aquí en Uruguay, donde no es económicamente viable una orquesta de swing de, pongamos, 20 integrantes, y donde el jazz, mal que nos pese no se toca ni de cerca al nivel de la más increíble de las ciudades de este planeta del punto de vista musical.

Mi mujer y yo fuimos a cenar al club Swing 46, que esa noche contaba como atracción con Dave Berger and his Sultans of Swing. Berger es un músico veterano, que dirige con mano maestra una tremenda banda de neto corte ellingtoniano. Su admiración por Duke Ellington se refleja en cada compás de todo lo que tocaron.

El club queda, precisamente, en la calle 46, en una cuadra preciosa llena de lugares donde cenar con música en vivo. Diré, con sinceridad brutal, que el local era menos lujoso de lo que yo esperaba, la atención peor de lo que suponía y que la cena distaba de ser abundante y exquisita. Para colmo, cuando llegamos a cenar sobre las 20 hs el local estaba semivacío. Recién se llenaría para la “segunda vuelta” de la banda, a eso de las 23. Pero alcanzó que la orquesta comenzara a tocar para que todas las carencias desaparecieran como por arte de magia. El espectáculo fue deslumbrante, con esa banda sólida como una roca y esos arreglos de bronces y maderas ya vibrantes, ya aterciopelados, de una riqueza armónica y una elegancia irresistibles.

Mirando por encima de las mesas mayormente vacías sentí que esos profesionales neoyorquinos de primerísima categoría tocaban solo para nosotros dos, y que era un privilegio impensado. Otra noche inolvidable. Otro regalo de New York, tan pródiga en regalos incomparables.

En la próxima nota seguiré pasando revista a los regalos de la Gran Manzana.

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Ver también…
Urquiza esq. Abbey Road: New York (i): Los musicales

Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.

Video: billyjoelVEVO