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New York (i): Los musicales

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Primera entrega de una serie dedicada a la ciudad de Nueva York, o New York, como prefiere llamarla Eduardo Rivero.

Por Eduardo Rivero ///

No era en absoluto difícil encontrar a los musicales de Broadway apareciendo una y otra vez en mi cabeza, mientras un enorme Boeing 787-9 se deslizaba plácidamente sobre las nubes de las tres américas en plena madrugada, con cientos de pasajeros durmiendo y uno -casualmente, yo- fatalmente despierto.

¿Cómo matar el tiempo en medio de un vuelo de nueve horas y treinta minutos? Tras la película de rigor y un rato de música en los auriculares, no queda otro recurso que la divagación mental que pasa revista a las posibilidades que el destino de ese avión ofrece, sintiéndose feliz de toda felicidad, mientras el sueño que no llega más allá del tedio, ayuda en realidad a acelerar el corazón.

Como los musulmanes deben ir una vez en la vida a la Meca, mi peregrinación vital marcaba en su eterna brújula desde que tengo uso de la razón como amante de la música, un destino muy claro: la zona del Midtown Manhattan donde se ofrecen, con la avenida Broadway como centro, las obras musicales más espectaculares que este mundo conozca. Broadway, entonces, volvía una y otra vez a mi pensamiento a lo largo de todo ese vuelo.

Los musicales de Broadway me acosaron durante años y años, con sus célebres bondades, desnudando la distancia geográfica y la imposibilidad económica que fueron dilatando una y otra vez que yo tomara asiento en una de esas butacas. Pero, al igual que sucede con la justicia, los sueños a veces tardan pero siempre llegan.

Broadway me llegó a una ya poco tierna edad, en la segunda mitad del reciente mes de febrero de este 2018 que New York ya ha convertido en un año inolvidable.

Dos musicales maravillosos, plenos de goce y que serían observados desde los más altos andamios del asombro, me esperaban en una zona relativamente pequeña de la isla de Manhattan -el Midtown- que, calle más, calle menos, se extiende desde el límite sur del enorme Central Park y llega hasta la Washington Square, plaza donde arranca un barrio elegantísimo y de casas relativamente bajas llamado Greenwich Village.

En esa franja de unas pocas decenas de cuadras, New York dispone hoy de 41 salas de teatro de entre 500 y un par de miles de localidades, donde entre 2016 y 2017 se vendieron la friolera de trece millones de entradas. Estas cifras ya dan la idea de lo que significa Broadway y su micromundo musical -y no musical- en esos teatros que por fuera no dicen nada, ya que en general tienen halls de entrada pequeños y estrechos, pero que albergan enormes, señoriales y confortables salas.

¿Cómo describir el huracán de talento que nos envuelve apenas se apagan las luces de sala y la pieza arranca?

Es tal el poderío y la tradición de Broadway que allí llegan sólo los mejores talentos en todos los rubros: autores, músicos, bailarines, cantantes, actores, escenógrafos, iluminadores, coreógrafos, y hasta maquinistas, ya que son asombrosas las transiciones que se dan en escena tras un apagón de tres o cuatro segundos; todo lo que provoca esa gente en escena- o conectada de algún modo con la escena- es tan espectacular como único. Hay que verlo al menos una vez en la vida.

Para Broadway escribieron músicos legendarios -Cole Porter, George Gerwshwin, Laurenz Hart, Irvin Berling-, en Broadway triunfaron Barbra Streisand, Liza Minelli, Marlon Brando,Dustin Hoffman, Al Pacino… una lista interminable de celebridades que hacen del show business norteamericano algo realmente único, cuyo primer escalón es Broadway y el segundo, Hollywood por supuesto.

A las siete de la tarde del lunes 19 de febrero, mi mujer y yo ocupabanos nuestras butacas en el bellísimo Winter Garden Theatre de la avenida Broadway entre las calles 50 y 51 para ver School of Rock, un musical basado en una recordada película de 2003 protagonizada por el comediante Jack Black. La traducción teatral de este argumento -un profesor de secundaria que usurpa el cargo de un amigo y entrena a los alumnos en formar una banda de rock- cuenta nada menos que con el increíble regalo de una banda musical formidable escrita por el legendario Andrew Lloyd Webber, el británico autor de las bandas sonoras de Jesus Christ Superstar y Evita.

Un brillante Alex Brightman encarna en Broadway al personaje creado por Jack Black en forma irresistible y con una dinámica arrolladora, ya que canta, baila y transita el escenario incansablemente. Pero la obra se la roban los niños que conforman una asombrosa banda de rock. Niños de entre 9 y 13 años que tocan y cantan como los más profesionales adultos, pero con ese candor y esa deliciosa ingenuidad de la niñez, que el director de la pieza utiliza como un activo impresionante a favor de esta producción que no decae nunca, que divierte y regocija siempre.

Antes de que arrancara la obra, se me pasó por la cabeza que en esa sala del Winter Garden una debutante Barbra Streisand asombró a New York y luego al mundo con Funny Girl, y que allí vivieron su éxito shows legendarios como West Side Story y Mamma Mia.

A las siete de la tarde del martes 20 de febrero ocupábamos nuestras butacas en el moderno y confortable Stephen Sondheim Theatre ubicado en la calle 43 esquina Broadway para ver Beautiful, el musical dedicado a la vida y obra de la gran Carole King, la autora de canciones populares más exitosa de todos los tiempos en EEUU.

Una delicia de punta punta. De nuevo, escenografía con transiciones de asombro y un casting fabuloso de talentos de la comedia, el canto y el baile. Beatiful ya ha pasado las mil funciones desde su estreno en 2015, y no solo tiene a una protagonista como la canadiense Chilina Kennedy que luce, toca el piano y canta igual que Carole King, sino que además cuando se habla de temas que King escribió para artistas como The Shirelles, The Drifters, The Righteous Brothers o Little Eva, aparecen cantantes que personifican a esos grupos o solistas con una fidelidad apabullante.

El vestuario, la coreografía, las voces, son idénticos a los grupos y solistas originales y uno presencia canciones como Will You Love Me Tomorrow, Up on the Roof, The Loco Motion -que definieron la carrera de los artistas que mencionaba más arriba- así como clásicos de la propia Carole King como Beautiful, You’ve Got a Friend o It’s Too Late sentado en el borde de la butaca con el corazón lleno de felicidad, los ojos llenos de incredulidad y los oídos florecidos como en la más hermosa primavera.

Pero pese a lo geniales que son esas puestas en escena, lo mejor está al final.

Cuando se encienden las luces, uno toma conciencia de que al salir del teatro, afuera estará New York, con los paneles publicitarios asombrosos de Times Square en el cruce de Broadway y la Séptima Avenida, y esa sensación de estar allí, a pocas cuadras de donde Carole King escribió sus canciones, por ejemplo, es única.

New York provoca adicción. Y no hay cura posible. En la siguiente nota, les cuento de un par de recitales neoyorquinos alucinantes.

Continúa en…
Urquiza esq. Abbey Road: New York (ii): Los recitales

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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.