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La publicidad: Cómo es y cómo será (III)

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3. Pretesteando

La campaña ya está hecha. Pero antes del momento de la verdad llega el momento del vértigo. Alguien tiene que tomar la decisión de aprobarla y no siempre lo hace quien debería tener ese papel, pues para eso le pagan como responsable del proceso, es decir, el director de marketing.

Unas veces la decisión va hacia arriba, hasta dirección general, presidencia o el famoso cónyuge de la presidencia. Otras veces, se sigue el manual y se somete la campaña a lo que suele llamarse un pre test, en sí una bonita redundancia, además de un anglicismo. Deberíamos decir test y testeo a secas. Los test se pueden hacer sometiendo el guión o la pieza terminada a un grupo de consumidores. En ambos casos han demostrado una sobrada ineficacia y que me perdonen los sociólogos, pero a los resultados me remito. Las agencias odian los test y tienen buenas razones para hacerlo.

Así como la investigación previa sigue siendo muy útil para encontrar pistas y enfoques desde el consumidor, el empeño de hacer test de las campañas se ha convertido en un moridero de buenas ideas –y de las malas también, faltaría más–. Personalmente he podido comprobar cómo campañas que deberían haber quedado nonatas por su mala puntuación en los pre test se convertían en éxitos arrolladores. Para ello tuvo que intervenir un director de marketing capaz de jugársela por esa idea. Estamos hablando de contraponer la “intuición” formada a través de la experiencia de un profesional a lo que dice un grupo de consumidores encerrados en un cuarto. Ese es otro de los puntos críticos de esta actividad. Pero no todos los directores de marketing tienen experiencia, intuición o ganas de ejercerla y para eximirse de responsabilidades existen los testeos.

El futuro
Al final, el tema de fondo es que lo que dicen los individuos y lo que de verdad sienten o han sentido son cosas diferentes, aunque crean ser perfectamente sinceros. No voy a extenderme por los vericuetos de la neurociencia y los hallazgos de Damasio o Khaneman, pero ya es posible saltarse el filtro de nuestra verbalización racional cuando enjuiciamos un mensaje y comprobar directamente a lo que hemos sentido.

Técnicas muy poco invasivas (electroencefalograma, medición de la conductancia de la piel –sudor–, pulso cardíaco, movimientos oculares, de los músculos de la cara, etc.), bien combinadas pueden darnos una idea de si un mensaje emociona, cuánto y de si lo hace positiva o negativamente. Y la emoción es la vía directa hacia el recuerdo. Los voluntarios se someten a ver un programa de televisión o una revista ante el ordenador, con los correspondientes anuncios, entre ellos el que se quiere testear. Otra aplicación es la de verificar el montaje, en el caso de los audiovisuales. Se puede comprobar segundo a segundo qué escenas y fotogramas emocionan más y menos para prescindir de aquellas que no aportan nada.

Esto, dicho así, suena muy poderoso y lo es, pero no es el arma definitiva en manos de la gente de marketing. Primero, se está verificando una idea que puede no ser buena de partida, segundo, el anuncio ya está hecho y los cambios cuestan dinero (más caro es un comercial que pasa desapercibido, ciertamente), tercero, hay elementos que no resuelven los test biométricos. No se sabe (aunque podría saberse a posteriori) si la gente va a recordar más la historia, el protagonista famoso o el mensaje que de verdad queremos transmitir.

Aún son pocas las marcas que están experimentando con estas formas de test, pero en el futuro serán casi todas. ¿Problemas éticos? Sin duda los va a haber. Aunque ya existe una guía deontológica para el uso de la neurociencia en marketing, estamos ante un asunto que tiene todas las características para convertirse en una polémica mediática. Veremos.

Continúa en…
La publicidad: Cómo es y cómo será (IV)