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De nuevo en Noruega

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Por Eduardo Rivero ///

Tenía 12 años y aquel mediodía de diciembre me moría de calor. Por alguna razón mi madre me había mandado a la escuela vistiendo una especie de cardigan de lana color amarillo que me estaba volviendo loco.

Todos los alumnos de mi sexto -sexto “A”- y también los de sexto “B” se habían quitado la túnica para salir en la foto. Eramos unos 60 niños sintiéndonos con un pie en la adolescencia, casi pisando el liceo, y estábamos excitados, locos de la vida, sentados en el piso de baldosas junto a la preciosa fuente revestida de azulejos del patio de la Escuela de Segundo Grado Número 18, “Noruega”.

Entre tanta carcajada y tanto grito -y tanto 12 años-no podíamos saber que ese último día de clase dejábamos atrás algo absolutamente irrecuperable, un capítulo de la vida imposible de ser rescrito, una forma de relacionarse con los semejantes que nunca más volvería. Imposible saber a esa edad lo que hoy sé.

Nos sacamos la foto, y al rato cada uno para su casa, es decir, cada uno para su vida y, como es inevitable en la existencia, sin posibilidad de regreso.

Aquella foto, que guardo como el tesoro que es, tiene escrita en infantil caligrafía de lápiz Faber número 2, la fecha: 15 de diciembre de 1964. No más Escuela Noruega. No más fuente, no más campana de salida. No más himno noruego cantado en la fiesta patria noruega, no más piano desafinado tocando Mi bandera. No más Daniel y Federico, mis íntimos amigos, aquellas dos túnicas y dos moñas que corrían junto a mi túnica y mi moña cruzando un patio escolar y un tiempo que nunca regresarían.

Viví mi adolescencia como pude, con inmensa felicidad y una descolocación existencial igualmente enorme. Y para colmo en un país enfermo de violencia. Crecí en el Uruguay de la dictadura. Me hice adulto. Me casé y me descasé y me casé de nuevo. Me hice músico, publicitario, periodista, docente.
Y por alguna escondida razón que anidó siempre en mi cabeza, nunca volví a entrar a aquella escuela que hoy, dicho sea de paso, ni siquiera se sigue llamando Noruega. No quise volver a entrar.

Me limité a pasar, muy de tanto en tanto por el frente de la Escuela sobre la calle Miguel Barreiro y por los fondos, sobre Gabriel Pereyra, calle cubierta por el enorme gomero que dice la leyenda, fue plantado en el patio escolar por el propio José Pedro Varela. Y cada vez que pasé por allí los recuerdos pudieron más que yo y así estuviese atravesando la racha más feliz de mi adultez, los ojos se me humedecían.

Miré muchas veces, a la distancia, aquella fuente junto a la cual, con otros 60 niños, nos sacamos aquella foto muertos de calor, ignorantes del peso ilevantable de lo que dejábamos atrás.

Así pasaron muchas, muchas décadas. Hasta que una mañana me dediqué a jugar el clásico juego que los adultos jugamos frente a una computadora: localizar gente que hace añares que no vemos en el Facebook.

El pobre Federico falleció a los 53 años hace ya mucho tiempo. Quedaba Daniel-al menos eso esperaba fervientemente- y me dediqué a buscarlo. Es tan mágica la tecnología que lo logré en apenas minutos. Y ahí estábamos dialogando por chat.

-Que increíble, Daniel, tantos años…
-Tenés razón. Se nos pasó la vida… bueno, una tajada importante de la vida…
-Daniel, tenemos que vernos, tomar un café…
-Bueno, va a ser un poco difícil porque vivo en Tel-Aviv.
-Uy, sí, va a ser bastante difícil…
-No, pará que en unos meses voy por ahí, cosa que hago todos los años, porque mi vieja ya pasó los 90 y cada año voy a verla.

Daniel y yo nos encontramos en el Montevideo Shopping para tomar el prometido café que de algún modo estaba pendiente desde el caluroso mediodía del 15 de diciembre de 1964.

Vi en su cara de adulto el mapa de una vida vivida. Un rostro que no tenía casi nada del de aquel niño rubio más bien callado y buenito de toda bondad que fue de chico.

Pero pese a esas extrañas facciones de adulto, era Daniel y la emoción era palpable en los dos mientras nos poníamos al día tantas décadas después de quitarnos la túnica y la moña para salir en aquella foto y salir a encarar esta vida.

Y entonces decidimos ir caminando hasta Barreiro y 26 de Marzo y visitar nuestra escuela.

Ni Daniel ni yo habíamos vuelto a entrar en ella. Daniel por sus décadas fuera de Uruguay, en lugares como Perú, Sudáfrica e Israel. Y yo porque algo interior, alguna trampa de la adultez me lo impidió.

Una maestra nos detuvo apenas traspasamos la misma puerta de madera que cruzábamos cada día de niños. Le explicamos que alguna vez habíamos sido alumnos en ese lugar, que era como decir que alguna vez, aunque no lo parecía, habíamos sido niños.

Un minuto después recorríamos el patio con su fuente y su gomero y los adorables, envejecidos, empequeñecidos pasillos, con el silencio apenas roto por el murmullo de los niños en clase detrás de las mismas puertas que alguna vez nos contuvieron a nosotros dos. Y digo “empequeñecidos” porque cuando niños parecían enormes y de adultos comprobamos que no lo son.

Yo venía controlando razonablemente el torrente de emoción que pugnaba por salir y manifestarse. Hasta que llegamos al final del largo pasillo, donde está la misma escalera por la que bajábamos al recreo y a la hora de salida, con su pasamanos por el cual nos deslizábamos haciendo hervir nuestras posaderas por la fricción contra la madera.

Entonces alcé la vista y vi el ventanal que ocupa la pared que está por detrás de la escalera.

Creo que antes de volver a entrar al edificio recordaba cada detalle, por mínimo que fuera. Pero por alguna razón había olvidado por completo aquel ventanal. Y enfrentarlo de improviso fue recuperar un instante, un loco y providencial segundo de mi niñez, una foto que cobró vida para volver a ponerse helada y rígida un instante después, un paseo por aquello que nunca volverá y sin embargo regresó por un mágico instante.

Pasé una buena parte de mi niñez en esos pasillos, esos salones, ese patio, y esa escalera al pie de ese ventanal. Y mi niñez, que se ha perdido para siempre, perdida y todo encontró el rumbo para volver al pie de esa ventana, a comprobar que hasta el más imposible regreso puede parecer posible y que tenemos derecho también a esa ilusión, entre tantas otras ilusiones que parecen imposibles hasta que, aunque sea por un instante, dejan de serlo, trabando relojes, alisando arrugas y llenándonos de ternura.

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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.

Video: PedroRestu