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Acerca de Coriún (1940-2017)

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Por Eduardo Rivero ///

No jugaba en la selección del Maestro Tabárez. Ni siquiera en un equipo local. No era jurado en un programa de televisión donde hay niños que cantan, ni participó en ningún célebre programa de cocina. No era uno de esos políticos que roban cámara permanentemente en los noticieros. No fue autor de temas salseros o cumbiero de esos que hoy monopolizan las pistas de baile y que todo el mundo canta. Por todo lo antedicho uno tiene la inquietante sensación de que muchísimos uruguayos no saben lo que nuestro país ha perdido con la muerte de Coriún Aharonián, ignorando su aporte inmenso a nuestra cultura.

Coriún fue, para este cronista, la persona que más sabía de música que se haya cruzado en esta vida. Sus conocimientos eran abrumadores, enciclopédicos. No había escuela, estilo, época que no dominara hasta en sus mínimos detalles. Y por eso su casa era una suerte de museo del disco, caverna encantada, fértil aula para sus alumnos -entre quienes tuve el honor de estar- y, sin que sea contradictorio, multicolor parque de diversiones.

Del mismo modo en que suele ser difícil describir a los clásicos genios renacentistas en sus múltiples facetas sin olvidar ninguna, es extremadamente difícil enumerar los campos de la actividad musical donde Coriún hizo su aporte monumental: fue pianista desde niño, director de coros a los 15 años, compositor de música contemporánea de vanguardia de relevancia internacional, agitador cultural, crítico musical, periodista, docente de entrega y metodología únicas, musicólogo e investigador lúcido y capacitado formado junto al gran Lauro Ayestarán, generador de instituciones como el Núcleo Música Nueva, el sello editor Ayuí Tacabué y hasta el semanario Brecha, productor fonográfico, arreglador orquestal de discos de música popular relevantes -entre ellos nada menos que Canciones chuecas de Daniel Viglietti, Ciudadano Ilustre de Montevideo por resolución de la Intendencia de nuestra capital, escritor, autor de música de teatro, técnico de grabación, archivista de materiales musicales relevantes con criterio libre, para nada museístico, descubridor de talentos -Coriún editó los primeros discos de Roos, Canzani, Galemire, Ubal, Maslíah, Olivera, Cabrera, entre muchos otros-, buen amigo y feroz enemigo…

Todo lo hizo bien, en todos esos campos, con una inteligencia fenomenal, un sentido del humor arrollador y una capacidad de trabajo casi extraterrestre.

Había nacido, de padres armenios escapados de la ferocidad turca, el 4 de agosto de 1940 y murió hace pocos días, el domingo 8 de octubre.

Tuve el inmenso privilegio de conocerlo, por mediación de Jorge Galemire, y asistir a sus clases en el living de su apartamento en Parque Posadas entre 1973 y 1977. Clases enriquecedoras, antisolemnes, para nada ultra técnicas sino más bien vivenciales y divertidas.

Nos sentábamos sobre el piso de parqué en almohadones, Coriún exponía sobre un tema determinado y luego nos hacía escuchar los materiales más variados para luego pedirnos opinión e integrarnos a un debate que no solo nos aportó cultura sino que nos mejoró como personas, desarrollando nuestro juicio crítico.

Todo era posible. La recorrida iba de los Beatles al tango camerístico de Julio de Caro en los años 20, de la ópera china al free jazz de John Coltrane, de Led Zeppelin a la música andina o amazónica.

Me llena de ternura el comprobar que en la separata que el semanario Brecha le dedicó el pasado viernes, los periodistas Guilherme de Alencar Pinto y Andrés Torrón -ex alumnos suyos, dicho sea de paso- destacaron en sus crónicas un aspecto impensable de ese intelectual que pudo ser soberbio y pacato como tantos otros: su condición de bailarín. Un bailarín desmesurado, insólito. Había que ver a aquel señor peladito, de barba, gruesos lentes y pulóver con cuello rompevientos, cuya estatura apenas superaba el metro y medio, bailando en medio de su rueda de alumnos, con movimientos desaforados, espasmódicos, como un poseso. Él era perfectamente consciente de que esa liberación muscular causaba, después del asombro, risa. No le importaba. Tantas formalidades, tantos prejuicios, tanta mediocridad no le importaban a ese agente de cambio y portador de conocimiento único en nuestro país.

Fui muy afortunado, porque en mi grupo de estudio que se reunía en lo de Coriún dos veces a la semana, se encontraban talentos como Jorge Galemire, Jorge Lazaroff, Luis Trochón, Carlos da Silveira, Jaime Roos, Eduardo Darnauchans… Muchísimos otros grandes músicos serían asimismo sus alumnos, como Leo Maslíah, Mauricio Ubal, Rubén Olivera o Jorge Drexler.

Con Coriún no solo fui bendecido de conocimiento. También recibí regalos impensables como la posiblidad de ser su asistente en una grabación en vivo de Carlos “Pájaro” Canzani en la Alianza Francesa de Montevideo, haber escuchado “de al ladito”, en el propio apartamento de Parque Posadas, al maestro Héctor Tosar tocando Bach y Schumann al piano o escuchar la cinta recién mezclada y, por supuesto, inédita, del histórico disco Radeces del gran Rúben Rada antes que ninguna otra persona en el Uruguay.

Hablar de Coriún, por lealtad con la verdad, es hablar también de sus desmesuras, de su americanismo a veces exacerbado y su antieuropeísmo muchas veces trasnochado y pasado de rosca. Es hablar de sus polémicas feroces con determinados personajes, con quienes se peleaba a muerte y de quienes emitía los juicios más duros y hasta difamatorios sin medir consecuencias ni preservar el mínimo estilo, ya que pelear también es un arte.

Una vez le llevé las letras de unas canciones que había escrito junto a Jorge Galemire y que Coriún había empezado a grabar con vistas a un disco. A un par de ellas las tildó de “letras fascistas”, lo cual era un juicio totalmente falso y desmesurado. A pesar de mi veneración por él, le escribí una carta de protesta igualmente desmesurada y dejamos de hablarnos por más de 15 años. Los dos le erramos, claro.

En 1993, mientras hacíamos una función del espectáuclo Nosotros Tres con Galemire y Darnauchans en el pub Laberinto, durante el intervalo Darnauchans se me acercó en el camerino y se dio el siguiente dialogo:

—Vení conmigo que alguien te quiere saludar.
—¿Quién Darno?—respondí intrigado mirando por la puerta entreabierta hacia la sala repleta.
—No importa quien—respondió—vos vení y chau.
—No, loco, si no me decís quien me quiere saludar no voy.
—Bueno… Coriún te quiere saludar.
—¡Pero si Coriún no me habla!—agregué sorprendido y ya emocionado.
—Me pidió que te transmitiera que quiere saludarte—concluyó el Darno.

Me escoltó entonces hacia una mesa donde Coriún, Graciela Paraskevaídis, su mujer, talentosa compositora y docente, y su hija se pusieron de pie de inmediato. Coriún me abrazó como lo hacía él, con un abrazo de oso que pese a sus escasos 1,50 m era apretado y volvimos a ser amigos, ahora hasta el final.

De nuestra relación “post pelea”, destaco un sábado a la noche en el Parque Posadas cuando digitalizamos juntos una de mis viejas grabaciones a dúo con Galemire. Nos pusimos al día. Charlamos mano a mano. Me enriquecí, como siempre, con sus opiniones. Y hasta percibí su emoción cuando le recordé una anécdota de su juventud que le había escuchado 20 años atrás, referente a una noche de Navidad cuando un Coriún adolescente escuchó a través de CX 6 Sodre la versión completa de la Misa en Si Menor de Bach en la oscuridad de su dormitorio, casi levitando en aquella habitación, y en completo estado de gracia.

Desde donde esté, estará vichando por encima de mi hombro mientras escribo esta nota. Lo estoy escuchando –diría– emitiendo sus dardos filosos con puntería infalible sobre lo caótico del estilo y la pobreza de determinados pasajes. No es esta una nota de despedida, porque Coriún no se irá ni de este país al que tanto le dio, ni de mi vida a la que ayudó a moldear en forma indeleble.

Si hoy escribo esta nota, si soy periodista cultural, si tengo un blog en En Perspectiva, si escribo para Brecha, si me parezco aún lejanamente a lo que podríamos definir como un “analista musical” es gracias a Coriún, a quien evoco con su sonrisa, su voz de hablar rapidito, y sus bailes desenfrenados y espasmódicos. Tenga usted una larga vida y una insignificante muerte, maestro.

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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.