Por Emiliano Cotelo ///
¿Cómo hay que tratar a los menores infractores que se encuentran privados de libertad? ¿De qué manera se evitan las fugas? ¿Qué protocolo debe seguirse frente a los motines? ¿Cuánto cuentan los derechos humanos de estos jóvenes? Estas son preguntas que vuelven una y otra vez al debate nacional. Pasan los períodos de gobierno y seguimos dándole vueltas a este tema.
La semana pasada la discusión se reavivó a raíz de la difusión de un video tomado de las cámaras de seguridad del Ceprili (Centro de Privación de Libertad) del Sirpa (Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente), dependiente del INAU.
Por suerte, la contundencia de las imágenes precipitó un abordaje más profundo que los de otras veces. Y provocó, incluso, un giro dentro del movimiento sindical donde, luego de algunos rodeos, se terminó por “deplorar” el comportamiento violento de algunos de los funcionarios del INAU involucrados y se llegó ayer a una fórmula por la cual Joselo López –número uno del gremio del INAU y presidente de COFE, un dirigente muy controvertido– deja por 30 días el cargo de vicepresidente del PIT-CNT mientras actúa una comisión investigadora que analizará los hechos registrados en el video.
Bienvenido sea este principio de sinceramiento. Pero, ya que estamos polemizando tanto sobre la conducta de un grupo de trabajadores, yo quiero poner el foco, justamente, en esas personas que son las encargadas de tratar día a día con los internos del Sirpa. Yo creo que en ellos y en su actitud radica en buena medida el éxito o el fracaso de las políticas de rehabilitación. Algunos podrán sostener que eso es de Perogrullo. Bueno, por lo visto, no resulta tan obvio.
Por eso, voy a citar textualmente a alguien que tiene autoridad de sobra para opinar en esta materia. El padre Mateo Méndez, que dirigió durante años el Movimiento Tacurú, en Montevideo, que luego encabezó en Rivera otra iniciativa salesiana, Caqueiro, y que últimamente viene desempeñándose en un tercer emprendimiento de este tipo, llamado Minga, en Las Piedras, Canelones. Un educador que ha demostrado en la cancha su capacidad para aproximarse a jóvenes problemáticos o en situación de riesgo. Y que, además, pasó por el INAU durante el primer gobierno de Tabaré Vázquez, donde piloteó el Instituto Técnico de Rehabilitación Juvenil (antecedente del Sirpa), un intento que no terminó bien, entre otras cosas, por la falta de cooperación que encontró dentro del personal.
Con toda esa experiencia a cuestas, el domingo pasado, en una entrevista en El País, el padre Mateo metió el bisturí a fondo en el tipo de trabajadores que se necesita en una institución como el Sirpa. En definitiva, está hablando del viejo concepto de “servidor público”, pero aplicado a una tarea muy específica y delicada. Lo expone así:
“Al ver la represión uno se pregunta si esas son maneras de educar. Se cree que este tipo de chiquilines que cometieron reiterados delitos dejan de ser personas y son irrecuperables. Ese es el argumento más fácil de esgrimir para decir que no van a cambiar nunca, cuando lo que tiene que hacer el adulto es plantearse con honestidad la pregunta: ¿Soy apto para este tipo de trabajo? Si no lo soy, tengo que irme. Es cuestión de conciencia. No puedo estar en un lugar donde los gurises me producen rabia, bronca y fastidio. Cuando un menor vuelve, dicen: ¡Otra vez! Cuando en realidad, tendrían que preguntarse por qué volvió. ¿No será que tu trabajo anterior no sirvió? Hay una práctica que parece habitual en la institución y consiste en creer que (todo se limita a) llevarlo, esperar a que pase el tiempo, que se cumpla la sentencia y se vaya. (…) Y si no ha sido rehabilitado, es probable que vuelva peor que antes”. De ahí que –enfatiza– “hay que apostar a quienes dentro de la institución están dispuestos a asumir una tarea nueva”.
Pero él avanza un poco más y advierte que “estos gurises (los infractores) tienen hambre de afecto, de cariño”, y por eso agrega que para el funcionario “el tema pasa por no considerarse juez del gurí que está allí”. Y sigue: “Hay que trabajar sobre la parte sana del adolescente. Eso es lo que hay que hacer. Hay que descubrir qué le gusta hacer y hay que estimularlo a que lo haga. Sobre eso hay que trabajar. Esa es la propuesta que la institución tiene que descubrir. La institución tiene que descubrir que nadie es totalmente malo, o totalmente bueno. Siempre la gente es rescatable. Pero, para encontrar lo rescatable yo tengo que tener tiempo, tengo que tener los espacios para darle al adolescente el tiempo necesario para reconocer sus errores.”
Me parece que son ideas concretas y contundentes, sobre las cuales conviene reflexionar. Y no son las únicas. También hace planteos muy directos sobre cómo debería ser la relación laboral con los empleados del Sirpa: “Creo que es necesario fijar un periodo de prueba, para ver cómo el funcionario que ha sido capacitado resuelve los conflictos que plantean cotidianamente los adolescentes. Si el funcionario no tiene la capacidad para resolver esos conflictos, no está habilitado para trabajar con ellos.”
Yo no quiero ni puedo agregar nada a lo que acabo de leer. Allí hay una base conceptual clarísima para encarar las reformas que están pendientes.
Y si no se la comparte o si se cree que en el Sirpa no están dadas las condiciones para llevarla a la práctica, entonces se puede pensar en la otra idea provocativa que Mateo Méndez lanza en ese reportaje: Después de tantas décadas de frustraciones, ¿por qué se mantiene por ley el monopolio del Estado en la atención de estos menores? ¿Por qué no se permite que instituciones y actores privados puedan demostrar que tienen condiciones para ocuparse de los menores infractores y recuperarlos?