Por Gastón González Napoli ///
Bitácora de la cuarentena, segunda entrada.
Hoy es 15 de abril. Pasó ya un mes desde que el nuevo coronavirus se bajó de un avión en el aeropuerto de Carrasco. Todavía no pude derrotar al enjambre de mosquitas de la fruta que me invadió la cocina en febrero y que ahora tiene cada vez más pinta de mal agüero, de plaga bíblica.
Encima me enteré, ayer, de que gente de distintos países oyó trompetas que venían del cielo.
Pronto oiremos los 16 cascos sobre el asfalto de los cuatro jinetes del Apocalipsis, un episodio que sería divertidísimo de presenciar en una Montevideo que asocia caballos con campo y por tanto con malévolos latifundistas. Capaz que un montevideano amargado por no poder bajar a la rambla y luego de un duro día de teletrabajo saca corriendo al mismísimo Hades.
Pero mis preocupaciones son otras. Dos, para ser exacto, y vinculadas.
Una es que con todo esto se nos muera el cine. No las películas, sino el cine físico: un lugar cerrado, lleno de gente bastante apretada y un aire acondicionado que en general molesta porque te congela pero que ahora empeora, culpable de resecar el aire y facilitar el contagio de virus varios.
Si se mueren los cines, con ellos es factible que arrastren a toda una industria muy sostenida aún hoy por venta de entradas y de pop y refresco. Y quizá se lleven consigo a un cierto tipo de cine, o más bien a dos: el cine espectáculo, que ni siquiera la billetera de Amazon y Netflix pueden bancar, y dramas y comedias de presupuesto medio, esos que los servicios de streaming más populares han rescatado recientemente aunque lo incluyan poco y medio enterrado, ese que trasciende, que se anima a hacer preguntas, a molestar, y no solo a contentar.
¿Cuánto tiempo pasará antes de que los cines abran? ¿Y cuánto antes de que podamos ir con tranquilidad a ver una película sin miedo?
Una tos seca en el silencio y la oscuridad de una sala de cine daría más miedo que la escena de la escalera en El exorcista.
Y sin embargo encerrados, muchos con más tiempo libre que antes, hay más demanda de contenido de lo habitual, lo que favorece a radios y pódcasts, a youtubers, también a esa síntesis de todo lo malo y todo lo bueno de la modernidad que son los tiktokers, pero sobre todo favorece a las series. En particular a la gran N roja.
El presupuesto en fuegos artificiales que deben de estar tirando los ejecutivos de Netflix bastaría para financiar el déficit fiscal. El hambre por atragantarse series, ya muy fogoneada, se convierte en desesperación. Aunque no parecía posible, hay ahora más apetito por recomendaciones de qué ver. ¿Me meto con Unorthodox? ¿Hago el enésimo rewatch de Friends? ¿Élite está buena? Porque ya me bajé La casa de papel. ¿Y algún policial nórdico?
Acá viene la segunda preocupación. Que esta crisis termine de convertir al diezmado, golpeado y ninguneado periodismo cultural en poco más que recomendadores de series, es decir en nada distinto de lo que uno puede preguntarle a sus seguidores de Instagram o Twitter, o, bueno, a amigos y familiares.
Si lo único que tienen los periodistas culturales para ofrecer es: “Te juro que Esta mierda me supera no es tan mala como su título”, ¿qué sentido tiene mantener una sección cultural? A los jefes de los medios no les cuesta nada reducirlas, ya de por sí, mientras se quejan en sus secciones de opinión de que la sociedad vive un colapso cultural y educativo.
La sociedad no valora a sus artistas y productores de cultura hasta que no los tiene, ¿sucederá lo mismo con el periodismo cultural si permitimos que termine su larga agonía y lo arrojamos a una fosa común junto con otras víctimas del Covid-19?
Sumo una tercera preocupación entonces: que con el periodismo cultural (es decir el más creativo, el más atemporal, el que más puede pinchar y sacudir estructuras) conectado a un respirador casero, y con la gente encerrada en sus casas devorando series que los distraigan de las morgues improvisadas de emergencia en otros países, sin trabajo o con horarios reducidos, sin ver amigos más que por videollamadas, cubriéndose los rostros para ir al supermercado, que entonces los cerebros se nos vayan atrofiando tanto como los músculos.
Me parece que dar positivo en un test de coronavirus no es lo único a lo que debemos temerle.
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Foto: Pablo Vignali / adhocFOTOS
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