Editorial

Barro y vergüenza

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Por Rafael Mandressi ///

“Aquellos polvos trajeron estos lodos”. La frase, presuntamente cargada de la sabiduría sintética que se suele atribuir a los refranes, refiere a causas más o menos remotas de males presentes, y pretende subrayar, a veces, la clarividencia de quienes, en su momento, advirtieron que de aquel huevo nacería un monstruo.

Pero lo propio de un refrán, lo que permite que funcione y que cualquiera pueda estar de acuerdo con él, es que está vacío. No dice por sí mismo cuáles fueron exactamente los polvos en cuestión, eso hay que agregárselo, hay que rellenarlo con la designación concreta de las chispas que encendieron la mecha. Ese relleno, y no el refrán, es el lugar de la disputa, y a menudo de los ajustes de cuentas: ¿quién tuvo la culpa? ¿de quién es la responsabilidad? ¿a quién hay que achacarle los errores, las omisiones, la negligencia o, peor aún, las acciones deliberadas que nos llevaron a estar chapaleando en el lodo?

Esa discusión, aunque nunca llegue a saldarse del todo, aunque siempre queden restos de aquellos polvos incrustados en versiones que ningún argumento pueda disolver, es importante. También es importante saber en qué clase de barro estamos metidos, y desde hace cuánto. Cuando se está a una semana de que se cumplan treinta años del primer referéndum que intentó derogar la ley de Caducidad de la pretensión punitiva del Estado y el hocico hediondo de la dictadura vuelve a abrirse para regurgitar sus miasmas, la triste y repulsiva conclusión es que el barro que nos cubre es de la peor especie, y que estamos en él desde hace mucho tiempo. Demasiado. Tanto, que estar sucios se nos ha vuelto ya casi habitual.

Tal vez no corresponda hablar de nosotros, tal vez solo pueda legítimamente usarse la primera persona del singular, de manera que digo, pensando que probablemente no sea el único, que siento vergüenza. Vergüenza de abril de 1989, cuando quienes votamos por revocar la ley de Caducidad fuimos solamente el 41 %, y vergüenza de no haber sido sino el 48 % veinte años después. Vergüenza de estar asistiendo, desde hace algunos días, a una nueva impunidad, esta vez de un coro de vírgenes falsas, que después de haber forjado la ocultación y haberla ejercido con contumacia durante décadas, proclaman ahora con una impudicia insultante su compromiso con la condena de aquellos crímenes, por no hablar de la amnesia editorial de un diario que supo cantar las loas de un régimen asesino.

Vergüenza, también, de haber dado por buenas las muestras de compasión declarativa por el dolor de los familiares de las víctimas, dejando así que se intentara excluirme de algo que también me atañe, y vergüenza de haberme resignado a aceptar, llegado el caso, que se sacrificara la justicia a cambio de la verdad.

Pero a la verdad se la tragaron las mentiras carnívoras, la digirieron y acabaron defecándola como el cuento de un puñado de verdugos desbocados, una banda de enfermos casi cuentapropistas, dedicados a matar, secuestrar, torturar y violar al margen de toda orden, aquiescencia o propósito de sus superiores, y sin siquiera involucrar a sus subalternos. Ese cuento, condimentado con la consabida batería de eufemismos como “excesos” – que siempre se cometen, ¿verdad? –, “pérdida de puntos de referencia”, “apremios” y otras indecencias por el estilo, es falso. Los criminales notorios de la dictadura no son eslabones podridos en una cadena, sino eslabones en una cadena podrida.

Quizá alguien haya creído o querido creer ese cuento, que exoneraba groseramente a los mandos, a la institución y, por cierto, a la legión de civiles serviles, cómplices, compañeros de ruta, amanuenses o ideólogos del viento preñado de murciélagos negros que sopló sobre el Uruguay de los años 70 y 80. Pero ya no hay credulidad que valga. La aniquiló, por si hacía falta, el tenor de lo que se dio a conocer del contenido de las actas de tribunales de honor que mostraron, por añadidura, que los mandos de hoy tienen el mismo honor que los de ayer. Algo así como en la organización jerárquica llamada Cosa nostra, donde a los ejecutores de las tareas sangrientas se los llama, indistintamente, “soldados” o “uomini d’onore”, y que nunca actúan sin la anuencia del capo.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 08.04.2019

Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.