Editorial

De los pinchazos al “autoespionaje”

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Por Emiliano Cotelo ///

Del escándalo de la Asociación Uruguaya de Fútbol se habla mucho, pero se sabe poco. El tema siembra incertidumbres y lo que se difunde es una niebla espesa de rumores, denuncias y contradenuncias. Hay mucha gente opinando sin datos y sospechando de todo y de todos. Yo prefiero no largarme por ahora a sacar conclusiones.

Pero sí me gustaría compartir con ustedes otras reflexiones, a partir de lo que ha estado ventilándose en este vodevil que tiene como personajes principales a Walter Alcántara y Wilmar Valdez.

Concretamente quiero ocuparme hoy de las nuevas variantes del espionaje que se nos han ido instalando: las que llevan a cabo terceros y las que nosotros mismos construimos inocentemente.

Pinchazos eran los de antes

Recuerdo que en la época de la dictadura existía el temor de que, al hablar por teléfono, la policía o los militares nos estuvieran escuchando. Nos cuidábamos si hacíamos comentarios políticos, por las dudas de que tuviéramos nuestra línea intervenida o “pinchada” por algún organismo vinculado a la represión. Hacia allí dirigíamos nuestra preocupación.

Pinchazos 4.0

Hoy, en cambio, las posibilidades de que terceros terminen accediendo a nuestras comunicaciones son infinitas. El desarrollo de la tecnología habilita que no sólo servicios de inteligencia, también las grandes compañías que operan en internet o simples hackers accedan a lo que decimos por teléfono o por celular o a lo que escribimos por correo electrónico. Es un dato de la realidad. Habrá que tenerlo presente y tomar precauciones si queremos que estos intercambios permanezcan reservados.

Pero hay más, por lo menos dos planos más que quiero comentar.

Grabando el uno a uno

Primero, hoy hay más facilidades que nunca para que nuestro interlocutor (alguien en quien supuestamente confiamos) si quiere hacerlo, grabe lo que hablamos. ¿Por qué digo esto? Porque buena parte de los celulares permiten que uno de los dos partícipes de una conversación telefónica apriete un botón y pase a registrar ese diálogo en su aparato sin que el otro se entere.

El móvil como grabador discreto

Pero además los móviles son, de hecho, muy buenos grabadores capaces de captar charlas que se realizan cara a cara. Hasta hace unos años, si un espía quería captar secretamente lo que se hablaba en una reunión, debía conseguir grabadores sofisticados y en miniatura; recuerden la serie Misión Imposible o las primeras películas de James Bond. Hoy, como acaba de mostrar lo ocurrido entre Alcantara y Valdez, cualquiera, utilizando con habilidad la función REC de su móvil, puede registrar la charla que mantiene presencialmente con otra persona con suficiente calidad y sin que la otra se dé cuenta.

¿De confianza?

Por lo tanto, cada uno tendrá que evaluar con quién tiene discusiones en las que se expresa con absoluta libertad. Más vale que el otro sea de su confianza. O habrá que pedirle a ese otro que deje su celular u otros aparatos electrónicos afuera de la sala.

El auto espionaje

Por último, me gustaría destacar otra variante de “espionaje” que también existe, el que se me ocurre denominar “autoespionaje”: el que nosotros mismos construimos minuto a minuto colocando allí, a disposición, buena parte de nuestras intimidades y nuestros pensamientos.

Dejo a un lado el frenesí exhibicionista que tanta gente vuelca en sus cuentas de Facebook, Twitter o Instagram; no voy a detenerme en lo que se hace en estos canales que son, esencialmente, medios de difusión y por ende están abiertos a todo el mundo.

Me concentro, en cambio, en el uso de otras formas de comunicación, supuestamente más acotadas, como los diálogos de WhatsApp. En esa plataforma, estamos todo el tiempo dejando archivadas, para siempre, noticias sobre lo que hacemos y lo que haremos, y lo que opinamos de otras personas, instituciones o situaciones. A cada rato estamos engrosando y actualizando una especie de “expediente digital” propio (o historia digital o, para ponerle un poco de color, “prontuario digital”).

Piénsenlo así. Juan está enriqueciendo su expediente digital cada vez que le escribe a Roberto o le manda una foto, un documento, un video… o un audio con su voz. Esos mensajes (cargados de información) quedan en el celular de Juan… pero también en el móvil de Roberto. Juan y Roberto guardan sus respectivas copias.

Por lo tanto, ese material puede tener algunas derivaciones incómodas.

Por ejemplo, si Roberto es descuidado o imprudente y “reenvía” uno de los mensajes que recibió de Juan, ese material irá a parar a uno, a dos o a decenas de nuevos destinatarios, sin que Juan siquiera sospeche que aquellas palabras suyas se están dando un verdadero baño de masas.

Pero también puede ocurrir que dentro de un mes (o dentro de un año o dentro de cinco años) Roberto ya no se lleve bien con Juan y entonces decida usar información delicada suya que posee, entregándosela a una tercera persona, a la prensa, a la Policía o a la Justicia.

Estos riesgos, que existen en cualquier chat de WhatsApp entre dos seres humanos, pueden ser mayores: se elevan a la enésima potencia si el chat es grupal, o sea, si cada mensaje que Juan emite le llega.

Instantáneamente a Roberto pero además a Susana, Sergio, María y Sonia… ¿Qué control puede tener Juan, el emisor, sobre el uso que hará de uno de sus mensajes, cualquiera de los miembros de ese grupo, hoy, mañana, dentro de seis meses o en una década?

¿Paranoia?

Algunos de ustedes podrán preguntarse qué ataque de paranoia le dio hoy a Cotelo. Otros creerán que me levanté con ganas de sembrar el terror entre la audiencia. Y estarán también los que digan: sí, todo eso es cierto, pero a mí no me inquieta en lo más mínimo, porque no tengo nada que ocultar.

Empiezo por esto último. Lo de que “no tengo nada que ocultar” puede ser válido hoy pero no en el futuro: las palabras, las opiniones y las imágenes pueden cambiar sus connotaciones con el correr del tiempo; y estos archivos de WhatsApp –insisto– quedan disponibles para siempre allí. Segundo, suponiendo que nos manejemos con esa tranquilidad, debemos ser conscientes de que, muy frecuentemente, en ese gran archivo que dejamos colgado en la nube a disposición de tanta gente no solo está la huella nuestra sino también la de otros a quienes mencionamos o mostramos cuando nos comunicamos: familiares, amigos o compañeros de trabajo. O sea: es algo muy común que con nuestros dichos espontáneos y coloquiales (y sin nada que ocultar) terminemos decidiendo sobre la vida privada de otras personas cercanas a nosotros.

Pero volviendo a la pregunta más general de qué me dio por armar esta columna, contesto: yo me cuento entre quienes valoran internet, las redes sociales, los sistemas de mensajería y búsqueda, pero también creo que debemos, de tanto en tanto, bajar la pelota al piso y razonar en qué estamos en ese mundo y cómo estamos comportándonos en él.

Lo yo me propuse hoy fue repasar cómo funcionan algunas de la tecnologías que hemos integrado a nuestras vidas, de qué manera estamos empleándolas y las consecuencias que ese uso puede tener.

Creo que no todos somos conscientes del alcance de ese striptease en el que solemos movernos cuando desplegamos generosamente eso que yo llamaba “autoespionaje digital”, que acumula datos nuestros que pueden filtrarse en cualquier momento hasta por error y que, llegado el caso, ahorran trabajo a los espías profesionales o a los abogados de la otra parte en los litigios que podemos enfrentar.

Los que suelen hurgar en vidas ajenas están agradecidos.

Nosotros debemos hacer pausas, pensar un poco y resolver si seguimos jugando este juego. Y en caso de que resolvamos que sí, cuándo y cómo lo jugamos… pero ahora ya con los ojos bien abiertos.

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Emitido en el espacio En Primera Persona de En Perspectiva, miércoles 15.08.2018