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El Estado “fallido” se ha vuelto un clásico

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Por Rafael Porzecanski ///

Hace algunos meses, el ex presidente José Mujica se refirió a México como un “Estado fallido”. Comparto su diagnóstico, pues una característica central de cualquier Estado-nación es reclamar y ejercer efectivamente el monopolio en el uso de la violencia física (autorizando y regulando eficazmente el eventual uso realizado por agentes privados). Lo que olvidó agregar Mujica en sus declaraciones es que, salvando las obvias distancias, el Estado uruguayo también está fallando seriamente en cumplir con esta premisa básica.

Particularmente, en Montevideo, sabido es que existen zonas en donde la Policía y el Estado en general ejercen un control casi nulo sobre todo lo que allí sucede. Son los feudos donde habitan y reinan los narcotraficantes, donde los vecinos callan (por miedo o conveniencia) casi siempre a la hora de denunciar delitos, donde existen arsenales y casas equipadas para alojar rehenes de secuestros, donde la Policía es recibida a pedradas y sólo aparece tímida y esporádicamente, donde se abandonan bebés en volquetas y hay “delivery” de homicidios por tres mil pesos.

En el futbol, también, Uruguay es un Estado fallido. Es como si por un rato el Estadio Centenario se transformara en Cerro Norte o Marconi. Repaso las imágenes de los incidentes en el último clásico. Allí están los efectivos de la Guardia Republicana replegados en la Platea América, devolviendo de vez en cuando alguna butaca arrojada desde la Tribuna Amsterdam. Parece un enfrentamiento de barras, en donde la iniciativa y el poder lo ejerce la hinchada más grande y los policías operan a la defensiva como si fuesen un puñado de hinchas de un cuadro chico. Una vez más, afloran las mismas preguntas. ¿Por qué razón la Policía ubicada en la Tribuna Amsterdam–y mucho mejor equipada que los fanáticos– no reprimió el lanzamiento de butacas y piedras? ¿Por qué razón no ejerció como debe el legítimo derecho de defensa propia ni protegió el bienestar y derechos del resto de los espectadores? ¿Cómo es posible que ingresaran unos cuantos hinchas a una zona no habilitada (talud) y que sólo más tarde aparecieran algunos efectivos procurando vaciarla? ¿Cómo es posible que esa invasión al talud se repitiera igual que en el verano pasado cuando otro clásico debió suspenderse?

El subsecretario del interior Jorge Vázquez declaró que Peñarol no cumplió con su palabra y deslizó que su seguridad interna no cumplió con los protocolos vigentes. En pocas palabras, Vázquez deslindó responsabilidades. Sin embargo, ¿hace cuántas semanas sabe el Ministerio que la “seguridad interna” de Peñarol está repleta de delincuentes y que el club acepta convivir con los peores especímenes de las barras? ¿Qué hizo el Ministerio del Interior hasta ahora para reformar esa impresentable estrategia? ¿Por qué no impuso a ambos clubes como condición indispensable una seguridad interna acorde al protocolo vigente al aproximarse un partido de tanto riesgo? ¿Por qué, en fin, uno repasa imágenes de tantos otros incidentes recientes (por ejemplo Peñarol-Juventud a finales de 2012 o Peñarol-Nacional en el verano pasado) y queda la sensación que el Ministerio del Interior ha aprendido muy poco sobre cómo garantizar la seguridad en los espectáculos deportivos masivos?

De los dirigentes del fútbol uruguayo no espero nada. Si algo caracteriza a la gran mayoría, es el oportunismo. Muchos de los que ahora tienen miedo de denunciar, dejaron alegremente ganar poder a las barras durante años, otorgándoles beneficios insólitos (entradas, enormes privilegios para partidos en el exterior e incluso acceso a jugosos negocios) y los transformaron implícitamente en “hinchas VIP”. Son los mismos dirigentes que recién le pegan a Eugenio Figueredo cuando se vuelve un personaje inservible o pasan del amor al odio en sus vínculos con los contratistas con una facilidad asombrosa y según lo dicte el bolsillo propio. Al Estado uruguayo y gobernantes de turno, en cambio, les exijo que recuperen en todo nuestro territorio la legitimidad y la voz de mando. Aunque no es una condición suficiente, una Policía con autoridad (pero sin autoritarismo) es definitivamente una condición necesaria para vivir civilizadamente.