por Rafael Mandressi///
En 2008, un accidente de tránsito dejó a Vincent Lambert, ciudadano francés de 32 años, en estado de coma, tetrapléjico y con lesiones cerebrales irreversibles. Desde entonces, está internado en el hospital universitario de la ciudad de Reims. Hace tiempo ya que el equipo de médicos que lo atiende en la unidad de cuidados paliativos concluyó que lo único que se puede hacer por él es mantenerlo con vida artificialmente. Vincent Lambert no saldrá nunca del estado vegetativo en el que ya lleva siete años. Así las cosas, en abril de 2013 se decidió dejar de alimentarlo y disminuir su hidratación para dejarlo morir, acompañando ese tránsito con un tratamiento que eliminara el dolor. La ley francesa prohíbe la eutanasia activa pero autoriza ese procedimiento, que la esposa de Vincent Lambert consintió. Varios de sus hermanos compartieron esa decisión; los padres, en cambio, se opusieron radicalmente y llevaron el caso a la justicia.
La batalla lleva pues dos años, ya que de apelación en apelación, de tribunal en tribunal, el fallo definitivo no termina de llegar. El último episodio tuvo lugar hace algunos días, el 5 de junio, cuando la Corte europea de derechos humanos dio la razón a los médicos y a la parte de la familia que promueve el cese de todo tratamiento. Sin embargo, el hospital no parece dispuesto a aceptarlo, y el asunto amenaza con seguir todavía un tiempo más. Entretanto, la ley francesa cambió, y se dio un paso más en la dirección del “suicidio asistido”, autorizando la “sedación profunda” y reiterando la inconveniencia de lo que se ha dado en llamar “encarnizamiento terapéutico”. Los padres de Vincent Lambert cuentan con el apoyo de grupos católicos integristas que se hacen sentir en los medios, los abogados pleitean y debaten, la esposa y los hermanos alegan que Vincent Lambert había expresado su voluntad de no ser mantenido vivo artificialmente, y el 86 % de los franceses, según una encuesta divulgada hace algunos meses, son partidarios de que se autorice la eutanasia activa, como ya ocurre en Bélgica, Holanda, Luxemburgo o Suiza, mientras que en Suecia, Alemania, Austria o Noruega, la ley permite la eutanasia pasiva.
¿A quién pertenece la vida de Vincent Lambert? ¿A sus familiares? ¿A los médicos? ¿A los jueces? ¿A la comunidad? ¿A algún dios? ¿Al propio Vincent Lambert? La respuesta no es tan fácil como parece. Si se piensa que cada quien es dueño de su vida y de su muerte, hay que estar en condiciones de decidirlo, de hacerlo saber, y de poder cambiar de opinión, llegado el caso. Ni Vincent Lambert ni los otros 1200 pacientes que en Francia están en la misma situación pueden ayudar a resolver el problema pidiendo que los desenchufen o negándose a ello. La ley podría zanjar el asunto estableciendo el consentimiento tácito, como existe para la donación de órganos: salvo que haya una negativa expresa, se presume el asentimiento. Otra posibilidad sería volver obligatoria la declaración expresa de la voluntad de cada individuo ante una eventualidad semejante, lo cual dejaría abierta, de todos modos, la duda sobre un posible arrepentimiento.
Como sea, cualquier sistema, cualquier regulación, cualquier comportamiento en la materia implica responder, por lo menos implícitamente, a la pregunta de fondo: ¿a quién pertenece la vida de un individuo? Hay otras preguntas del mismo tenor, como la de saber a quién pertenece el cuerpo de una persona, que si se analiza con cierto detenimiento tampoco admite una respuesta simple. El cuerpo de un trabajador pertenece en parte, por ejemplo, a su empleador, bajo ciertas circunstancias, a su médico, en ocasiones a la policía, y así. Este tipo de preguntas y sus respectivas respuestas no están desligadas, y tienen en todo caso un territorio fundamental en común. Son preguntas políticas, y políticas también son las respuestas. Todas.