Editorial

Más allá de los Andes

Por

Facebook Twitter Whatsapp Telegram

Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

Se dice que uno se da cuenta hasta qué punto es de donde es cuando viaja. El contacto con la diferencia revela rasgos que, a falta de palabras más felices, se suelen resumir remitiéndolos a lo que se ha dado en llamar identidad. Digamos que uno se reconoce, o cree reconocerse, al toparse con lo que no conoce, o conoce menos. Curiosamente, cuanto mayor sea la diferencia, menos intenso puede ser el fenómeno: ¿qué gracia tiene sentirse uruguayo en Nepal? Mucho más decisivo es constatar que en Argentina se juega al truco sin muestra o que en Brasil no saben hacer un asado como la gente.

Pero el partido no se juega en solitario. Los demás, los otros, los habitantes de ese afuera donde uno se encuentra, contribuyen con lo suyo a asignarle a uno las características que según ellos lo adornan por ser de donde es. En el caso de un uruguayo, esto no siempre ocurre, sin embargo, ya que en muchos sitios se trata de una entidad inexistente en el imaginario ajeno, y por lo tanto no hay estereotipo, ni identikit, ni prejuicio que aplicar, por más sumarios y esquemáticos que puedan ser. De manera que a menudo, después de haber dicho “soy de Uruguay”, se vuelve necesario agregar “Sudamérica”, o “sudamericano”, con lo cual muchos interlocutores presumen que uno es un consumado bailarín de salsa, o que se pasa todo el año en short y chancletas bajo el sol del trópico.

En Chile, donde me tocó estar un par de semanas hasta hace pocos días, ser uruguayo no es, por cierto, una condición exótica. Aun así, tras un encuentro en la universidad, una colega pudo decirme, con espléndido candor, que yo no tenía cara de uruguayo. Sin saber qué se escondía exactamente detrás de aquella afirmación, atiné sólo a responder, con la mayor diplomacia de que soy capaz, que no sabía muy bien qué es una “cara de uruguayo”, y que tal cosa, a mi juicio, no existe.

Pero fue una excepción. En la mayoría de los casos, el retrato que me ofrecían de la comunidad a la que mal o bien pertenezco no sólo era halagüeño, sino bastante coincidente con las ideas que a los uruguayos nos complace propagandear acerca de nosotros mismos. Así, recurriendo a la cosmología futbolística, me fue dicho repetidas veces que tenemos lo que a los chilenos les falta, es decir “trancar hasta con la cabeza” si es necesario. También escuché decir, con el asentimiento general, que somos “gente bien”. “Todos los que conozco, y son muchos”, aclaró alguien, con cierto dejo de sorpresa ante una cualidad aparentemente tan extendida entre nosotros. Y somos “cultos”, faltaba más. Pocos pero buenos, en suma, tan bien ordenados en el cajoncito de los mitos tenaces que uno no tiene muchas ganas de relativizar o desmentir. ¿Para qué? Mejor agradecer y seguir viviendo de rentas.

Del otro lado del espejo, y sabiendo que las cosas tienen bastante más claroscuros que esa visión amable y hasta admirativa, uno no deja, a pesar de todo, de encontrar, quizá buscándolos inconscientemente, los signos de una diferencia que lo hacen sentir, una vez más, irremisiblemente uruguayo. Signos probablemente tenues, pero que uno magnifica, como cuando al llegar a Santiago un 1° de noviembre se tropieza con un feriado, y pregunta por qué. “Es el día de todos los santos, señor”, explica el taxista, mientras uno recuerda a Batlle y Ordóñez y agradece para sus adentros. O cuando el muchacho que en la caja del supermercado pone los artículos en bolsas de nylon le pide, respetuosamente, una propina: “es que nosotros no tenemos paga, sólo lo que nos dejan los clientes”. Y cuando oye que los inmigrantes haitianos son ya demasiados y huelen mal, o que los mejores peruanos son los que devuelven a Perú en bolsas de plástico negras. También cuando conversa con colegas que al borde de los cuarenta años no saben si van a tener una jubilación.

“No se les ocurra copiar el modelo chileno”, me dice en su oficina otro colega, y no precisamente de izquierda, asumiendo por lo demás que Chile es un “modelo”. Pero yo vivo en Francia, y aunque llevo mi mochila uruguaya bien cargada, tengo al regresar más dudas que antes sobre su contenido. ¿Y si después de todo yo fuera un fósil, un uruguayo en conserva, una sombra con cédula que vaga por ahí, creyendo que mi Uruguay es el Uruguay? Les debo esas renovadas dudas a los chilenos, y les debo también que me hayan ayudado a darle otra capa de consuelo a mis viejas distancias.

***

Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 20.11.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.