Editorial

Cataluña, “patria” y los puentes necesarios

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Por Emiliano Cotelo (con el testimonio de Gabriel Díaz) ///

¿Se han preguntado qué significa la palabra patria? ¿Es un sentimiento? ¿Un lugar? ¿Un escudo? ¿Son los amigos? ¿Una bandera? ¿Es una mezcla de todo esto?

Les hago estas preguntas a propósito de lo que viene ocurriendo en España y sobre todo en Cataluña, para muchos la crisis política más grave que se da allí en 40 años.

Este fin de semana, sin ir más lejos, tendremos un nuevo escalón de la pulseada entre el gobierno central y el movimiento independentista que controla la Generalitat. Está sobre la mesa, de un lado, la posibilidad de aplicar el artículo 155 de la Constitución que, en un trámite lento, habilita a Madrid a intervenir las instituciones regionales; y, del otro lado, la eventualidad de que se declare, finalmente, la secesión y la fundación de la República de Cataluña.

Cuánta incertidumbre, cuánta preocupación hay por delante…

El tema ha estado varias veces en el programa en los últimos días. Tomamos contacto con periodistas prestigiosos en Barcelona y Madrid, y también discutimos esta situación en varias de Las Mesas de En Perspectiva. Pero, claro, en definitiva, la miramos de lejos. Yo mismo, aunque tengo la ciudadanía española y suelo viajar con mi pasaporte español, sé que me pierdo matices y antecedentes. Pese a que me informo y sigo el día a día de esta coyuntura, me falta la vibración de quienes, de una parte y de la otra, están sufriendo este drama en sus propias pieles.

Por eso en este espacio editorial de hoy ustedes van a recibir un enfoque que sí es “en primera persona” pero que no es el mío.

Les propongo escuchar las vivencias de Gabriel Díaz, a quien muchos de ustedes seguramente recuerdan como nuestro “corresponsal itinerante”, y que ahora integra nuestro equipo de producción aquí en Montevideo.

Gabriel descubrió Cataluña siendo muy joven, hace más de dos décadas, y se quedó a vivir allá durante 14 años. Por eso, cada noticia que llega de España en estos días le revuelve las tripas y le estruja el corazón. Por eso, me pareció interesante que él tomara el micrófono hoy y nos hablara de las singularidades de aquella tierra y de cuáles son sus sentimientos ante este terremoto que la sacude.

Si les parece, lo escuchamos…

(Audio Gabriel Díaz)

Corría el año 1995; yo tenía 20 años cuando llegué en ómnibus a Barcelona, era una mañana de mayo, templada, en plena primavera. Yo venía del norte de Europa con una mochila que todavía temblaba de frío como yo estaba erizado por el miedo y la expectativa de aquel viaje que no estaba en mis planes.

Me esperaban dos conocidos, que me abrazaron como si fueran mis hermanos. Después me llevaron a comer, con dos catalanes, que me abrazaron como si fueran dos hermanos.

– ¿Son catalanes?, pregunté ingenuo.

– Sí, catalanes, fue la respuesta obvia.

En ese instante comencé a entender parte de lo que seguiría después, que nada tendría que ver con “las bailaoras de flamenco” ni con “plazas de toros”, ni con muchas otras señas de identidad con las que yo solía asociar con España.

Tengo que confesar que a mis 20 años nadie me había explicado de la existencia de una tierra llamada Cataluña y menos de una lengua, el catalán, que mis dos nuevos amigos hablaban con fruición y una rapidez impenetrable para mí, todavía zombi después de un viaje de 35 horas.

Aquellos amigos evidentemente percibieron que algo no andaba bien.

– ¿Entiendes?, me preguntaron. A lo que respondí: “algo”, por pura cortesía. “Si quieres hablamos en castellano”, ofrecieron.

Castellano… En Cataluña no se habla español sino castellano, de Castilla, la tierra de los reyes católicos que yo sí recordaba bien. En medio de aquel tentempié, entendí que España no era una tierra uniforme como me habían enseñado en el colegio.

Así fue mi llegada a Barcelona.

En los días que siguieron, sin papeles, aquel exilio voluntario e ilegal empezó en serio. El catalán sonaba por todas partes, claro, y decidí tomar clases gratis ofrecidas por la Generalitat, que resultó ser la institución que gobernaba Cataluña, con un president, que estaba dentro de España, que a su vez tenía otro presidente.

Qué raro era todo aquello…

¿Por dónde empezar? Chapurreando el catalán, dirigí mis pasos bastante inconscientes hacia un bar, antiguo, precioso. Montse, la señora que estaba detrás del mostrador, me dijo: “no necesitamos camareros ahora, pero te invito un café con leche”.

Charlé bastante con Montse, una mujer noble con el pelo recogido, que vestía de negro y tenía aire campesino, en plena Barcelona. Montse, que me hablaba en catalán, me despidió con un refuerzo.

– Para lo que queda del día, me dijo.

Aquella mujer de unos 60 años se convirtió en mi confidente, mi amiga, que además me regalaba churros y la mejor chocolatada del mundo.

No habían pasado dos semanas de mi llegada cuando recibí una llamada. Tenía trabajo en una fábrica. De pronto me encontré en una terraza, laburando de sol a sol, de 7 a 7, tiñendo unas camisetas espantosas.

A los tres meses, lógicamente, necesitaba descansar. Mi jefe, un inmigrante que reclutaba y explotaba a inmigrantes sin papeles, me dijo: “Yo soy como dios que no llora y como el algarrobal que en su nobleza necesitando agua no la implora”.

Menuda forma de negarme el asueto… Le dije que yo nada tenía de algarrobo y me fui para siempre. Montse rezongó como lo habría hecho mi abuela y me llevó de paseo; me mostró los rincones del barrio Gótico, una plaza escondida del Raval, me hizo sentir el aroma los tilos de la rambla de Cataluña.

Cuando escribo esta carta ya pasaron 23 años. Me fui haciendo grande en Barcelona. Allí perdí inocencia y acumulé experiencia, también fui testigo de la pasión e intensidad que sus habitantes sentían por aquella ciudad luminosa, irreverente y peculiar.

Lluis me sumergió en la cinemateca; Joan me enseñó el teatro catalán; Enric me contagió su pasión por el Barça; María me convirtió en un frustrado restaurador de Art Decó; Jordi insistió en que terminara periodismo y Dolors me abrió las puertas de su casa, que en realidad era una librería convertida en casa.

En Cataluña nunca me faltó un plato de comida ni una techo adonde llegar, siempre tuve trabajo. Siempre tuve abrazos. Ese pedazo de tierra, que ahora está en el ojo del huracán, es también mi patria.

Montse, sus palabras de consuelo y su chocolatada, son mi patria. La plaza del Sol es mi patria. Mi inolvidable profesor de reportajes, Josep, es mi patria. Las locuras de mi amiga Tere son mi patria.

¿Qué pienso sobre la independencia? Nada o mucho, depende del día.

Solo creo que, como ocurre con las personas, cada pueblo tiene que ser dueño de su destino y a veces esto choca con el orden establecido, en este caso una monarquía parlamentaria que configura el Reino de España.

Pero sí tengo dudas, sospechas. Quisiera recordar que ningún burócrata gobernante -no lo hubo en Barcelona ni tampoco en Madrid- tuvo reparos en sacar de sus casas -con prepotencia y sin vergüenza- a los ancianos que debido a la crisis económica no pudieron pagar sus hipotecas.

Lo hicieron con premeditación y alevosía, madrileños y barceloneses.

Tampoco ningún burócrata gobernante opuso resistencia a la decisión de recortar drásticamente los presupuestos para la salud y la educación, ni en Barcelona ni en Madrid.

Esos mismos que hoy parecen tan enemigos, se entendieron muy bien durante mucho tiempo, gobernaron juntos, pactaron.

Por eso creo que hay demasiado ruido en todo esto y que buena parte de la población está siendo rehén de oportunistas, de un lado y del otro, así como no se puede negar el genuino carácter republicano de catalanes y no catalanes.

¿Qué hacer entonces? Dialogar, negociar: hacer política. ¿Y la Unión Europea? Espero que ese gigante económico que tan liliputiense parece en asuntos políticos, no mire para otro lado como lo hizo en el caso de los Balcanes.

Es hora de tender puentes y no levantar más muros.

Hay ocasiones en que es necesario crear, ceder o parar y empezar de nuevo.

(Fin de audio)

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Emitido en el espacio En Primera Persona de En Perspectiva, viernes 20.10.2017, hora 08.10