Editorial

Animales sueltos

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

En Uruguay habría 1.750.000 perros. Tal es la cifra que dio a conocer, hace algunas semanas, la Comisión Nacional Honoraria de Tenencia Responsable y Bienestar Animal (Cotryba), un organismo desconcentrado dependiente del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca. Según el ministro Tabaré Aguerre, una cantidad semejante es “totalmente desproporcionada” en relación con la población del país, y genera problemas de diverso tipo, en especial a raíz de los ataques caninos que sufren los “animales productivos”, esto es el ganado ovino principalmente, aunque también se han señalado víctimas vacunas.

Ignoro cuál sería la proporción adecuada de perros dada la población humana de la República. También desconozco los criterios y los métodos eventuales para definirla. A la espera de un esclarecimiento al respecto, que tendría la virtud adicional de indicar cuántos perros estarían sobrando en Uruguay, doy provisoriamente por bueno que hay demasiados. Siendo así, el asunto consiste en lograr que su número disminuya hasta alcanzar un umbral aceptable, que tal vez haya sido establecido, aunque uno no lo sepa.

Las operaciones para hacer disminuir una población determinada pueden ser más o menos radicales, pero inevitablemente deben traducirse en obtener una cantidad de nacimientos inferior a la de muertes. En el caso de los perros, se trataría de combinar las castraciones con la ejecución de aquellos individuos que carezcan de dueño, para cuya identificación se proyecta poner en práctica un sistema de chips electrónicos que vinculen a cada can con un propietario. A falta de chip, en un primer momento se sacaría de circulación al animal y, al cabo de cierto tiempo, si no apareciere a reclamarlo un humano dispuesto a reconvertirse en “tenedor responsable”, no habría más remedio que proceder a sacrificarlo.

En otras palabras, todo perro suelto puede ser detenido y todo perro sin dueño puede ser ultimado. Toda perra, por lo demás, puede ser castrada, como ya ocurre si sus dueños así lo deciden, pero al parecer haría falta extender la práctica de la castración para que no sean tantas las perras que andan pariendo sin ton ni son. En cuanto a los animales “productivos”, a los que se quiere preservar de las agresiones perrunas, todos tienen dueño, y a muchos de ellos, para ser efectivamente “productivos”, también habrá de dárseles muerte llegado el momento.

En materia animal, en definitiva, todos los caminos conducen, de un modo u otro, a sus poseedores. El debate, la preocupación, la designación de un problema y las medidas adoptadas o proyectadas para resolverlo no son pues una cuestión de perros, ovejas o vacas, en la que los humanos intervienen con el propósito de aportar armonía entre las especies, sino un asunto planteado únicamente en función de intereses y necesidades humanas, en el que la propiedad juega un papel decisivo y los demás animales son meras cosas.

“El derecho de los perros no está por encima del derecho de las ovejas”, decía ya en 2015 Tabaré Aguerre, cuando la ley de Presupuesto de aquel año preveía la transferencia de la ex Comisión de Bienestar Animal a la órbita de su ministerio. Esta suerte de “naides es más que naides” zoológico, que presumiblemente abarca también a cerdos, aves de corral, gatos, lombrices, caballos o pececitos de colores, debe ser tomada como una licencia poética del ministro, ya que en realidad los únicos derechos en virtud de los cuales se decide, en última instancia, la suerte de un animal no humano, son los de la especie a la que pertenecen el propio Tabaré Aguerre, los productores rurales, los aficionados a la caza, mi tía Maruja, yo mismo, y usted que escucha o lee esta columna.

No es necesario ser un animalista frenético ni un simple vecino transido de amor por su mascota (a quien por lo demás no incomoda ser propietario de un ser vivo) para considerar que el derecho a disponer de manera virtualmente irrestricta de vidas y cuerpos a los que sólo se les reconoce un valor venal, es exorbitante. No se trata, digámoslo, de soñar con los angelitos, ni de militar por la prohibición de matar animales, pero se podría empezar por elaborar y explicitar razones de fondo –y no de circunstancia, de conveniencia o por defecto– que justifiquen un acto que dista de ser anodino y, de paso, pensar en paralelo temas análogos respecto de los humanos. Después de todo, puede haber quien crea que hay demasiados humanos sueltos por ahí, haciendo daño. ¿Alguien quiere aplicarles el rifle sanitario?

P.S.: Sobre las condiciones en que se autoriza a dar muerte a un animal, véanse los artículos 3 y 12-B de la Ley 18.471 de marzo de 2009.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 31.07.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.