Editorial

La orgía de los asesinos

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Por Rafael Mandressi ///

Alineados y atentos, una decena de hombres en sillas de ruedas esperan la señal de largada para lanzarse hacia la meta. Los espectadores alientan a sus favoritos, si los tienen, o aguardan simplemente el desarrollo de la carrera, con la expectativa puesta en la fuerza, la habilidad y la motivación de cada uno de los competidores para superar en velocidad a sus rivales. A falta de piernas, ausentes o paralizadas, se trata de hacer valer el músculo y la técnica de los brazos, encargados de impulsar las sillas de ruedas y de maniobrarlas. Quien consiga hacerlo mejor, vencerá y recibirá aplausos.

No habrá medalla, sin embargo, ya que esta carrera no tuvo lugar en los juegos paralímpicos de Río de Janeiro, sino en la ciudad siria de Duma, el jueves pasado. Las sillas de ruedas no se desplazaban en los carriles de una pista de atletismo ni los espectadores estaban ubicados en las gradas de un estadio, sino entre las ruinas de una ciudad sitiada y bombardeada desde hace más de tres años. Duma es prácticamente un suburbio de Damasco, es también uno de los bastiones emblemáticos de la resistencia al régimen de Bashar el Assad, y un lugar donde la metralla, las armas químicas y la aviación rusa no solo han matado a mansalva, sino que han dejado una legión de mutilados, como los que el jueves decidieron sentirse todavía vivos y aprovecharon una pausa en el diluvio de fuego para correr una carrera.

En Alepo, la ciudad más poblada de Siria, los 250.000 habitantes de la zona este soportan, al igual que los de Duma, el asedio y los bombardeos. Mientras el cerco los mantiene aislados, sin ayuda ni alimentos y al borde de la hambruna, los aviones del régimen reducen a escombros hasta los hospitales, como el de al-Qods, donde en abril pasado el último pediatra que quedaba en el sector murió bajo las bombas. En Homs, la tercera ciudad del país, la destrucción es aún mayor, si cabe, que en Alepo. El paisaje se repite: barrios enteros devastados, donde lo que queda en pie son las sombras calcinadas de lo que fue, edificios bajo cuyos restos deformes yacen cadáveres, gente atrapada en las ratoneras del horror.

La infame contabilidad de esta guerra indica que hoy son más de 600.000 las personas que en Siria viven sitiadas, que los muertos en los últimos cinco años han sido 300.000, y que los refugiados suman millones: tal vez cuatro, tal vez más. Todos hemos visto imágenes de los estragos, del polvo y de la sangre, de la desolación inconsolable y furiosa de un país hecho pedazos, demolido con saña por propios y ajenos. Todos hemos visto la fotografía de un niño sirio de tres años, llamado Aylán, muerto en una playa turca después del naufragio de la embarcación en que su familia intentaba llegar a Europa huyendo de las matanzas. También hemos visto el rostro, estremecedor y ensangrentado, de otro niño sirio, Omran, de cinco años, sobreviviente de un bombardeo en Alepo hace apenas algunas semanas.

Hay otros rostros que hemos visto. El de Bashar el Assad, cabeza de un régimen tan criminal como el de las viejas épocas de la dictadura sombría de su padre Hafez, pero desbocado en su espiral asesina. El del ministro ruso de relaciones exteriores, Serguei Lavrov, encargado de defender, con su expresión patibularia, el sostén indefectible de su gobierno a los verdugos de Damasco. El de su homólogo estadounidense John Kerry, feliz de haber logrado un acuerdo con Lavrov para obtener un alto el fuego en Siria que comienza hoy, y poder así dedicarse juntos a dejar caer sus bombas sobre los combatientes islamistas. El del presidente turco Recep Erdogan, que, sin escrúpulos ni timidez, pero con el apoyo de EEUU, mandó a sus tropas a invadir el norte de Siria y, de paso, matar kurdos. Los de los dirigentes europeos, deformados por el rictus de angustia compungida ante la perspectiva de que sigan llegando refugiados sirios al continente.

Son las caras de la desgracia, maquilladas con la ceniza de un pueblo al que alguien, algún día, tendrá que rendirle cuentas.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 12.09.2016

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.