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La pelea Pacquiao-Mayweather la ganó McLuhan

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por Daniel Supervielle ///

El sábado de noche, apenas me senté en el sillón a ver la "pelea del siglo" entre el filipino Manny Pacquiao y el norteamericano Floyd Mayweather en el hotel MGM de Las Vegas, escuché que los organizadores preveían un encendido de más de 500 millones televisores en todo el mundo. Hice la suma rápida: si al menos tres personas estaban frente a cada pantalla durante el combate, la audiencia mundial fue de 1.500 millones de personas o más.

No hubo rincón del planeta que no siguiese las instancias de la pelea que ganó por puntos Mayweather. Desde las cárceles de Angola a los bares de Irlanda; en un barco en el Mar Caspio a la base astronómica en el desierto de Atacama. Del Nilo al Río de la Plata. De Groenlandia al Polo Sur. Todos absortos detrás de los puños de estos dos peleadores  No sé a ustedes, pero a mí la cifra me asustó un poco. Allí aparecían risueños y distendidos Justin Bieber, Clint Eastwood, Magic Johnson, Mike Tyson, Robert de Niro, Andrea Agassi y Steffi Graff y varios conocidos más, de esos que forman parte de nuestro imaginario tan lejano pero tan presente. Estaban ahí, como si fuesen los mismos que nos encontramos en el supermercado un sábado de mañana. Fue una noche en la que, de pronto, todo el mundo sabía muchísimo de boxeo: no solo de los protagonistas de la velada sino del multimillonario negocio detrás del espectáculo deportivo.

Entre entradas vendidas –y revendidas– apuestas y derechos publicitarios en redes sociales y televisión, la velada movió más de mil millones de dólares. Pacquiao/Mayweather de pronto se convirtió en un negocio increíble, tal vez el más lucrativo de la historia del boxeo. El duelo saturó hoteles, disparó las apuestas legales e ilegales. Todo alrededor de dos seres humanos con hambre de leyenda. Entre las vendas, el olor a resina, la tensión y las cámaras… un ring rodeado de doce cuerdas para albergar durante 36 minutos la pelea entre Money (Mayweather) y PacMan (Pacquiao). A medida que avanzaba el reloj rumbo a la hora de la pelea de fondo, el plato fuerte de la noche, percibía que la familiaridad personal y hasta afectiva con la vida de ambos púgiles llegaba a grados desorbitantes.

Escuché con conocimiento de causa detalles de la infancia del filipino o de los autos que colecciona el estadounidense. Datos exactos de centímetros de largo del brazo y de los pesos y las alturas. Anécdotas casi personales de violencia doméstica y de vida en la calle de uno y de otro. Minutos antes del combate, el conocimiento que adquirí de ambos deportistas resultaba muy inferior al que podía tener del Gordo Petiso y el Pampa Nicolás; dos amigos que se dedican al boxeo en sus horas libres y que estaban mirando la tele conmigo. Es más, los sentí dos seres extraños si los comparaba con Manny y Floyd. Un delirio divertido que me llevó inmediatamente a pensar en el canadiense Marshall McLuhan, uno de los principales teóricos de la comunicación, inventor del término aldea global.

El término aldea global busca describir las consecuencias socioculturales de la comunicación, inmediata y a escala mundial, que posibilitan y estimulan los medios electrónicos de comunicación. Según Wikipedia, "sugiere que, en especial, ver y oír permanentemente personas y hechos -como si se estuviera en el momento y lugar donde ocurren- revive las condiciones de vida de una pequeña aldea: percibimos como cotidianos hechos y personas que tal vez sean muy distantes en el espacio o incluso el tiempo, y olvidamos que esa información es parcial y fue elegida entre una infinidad de contenidos".

Nunca antes como el último sábado de noche me sentí tan integrado a la aldea global y a la vez tan lejos del mundo. Fue la primera vez que me percibí tan visceral y descarnadamente una prueba ratificadora de un marco teórico, por lo que, más allá de la polémica sobre quien debió ganar, no queda otra que reconocer que el gran vencedor de la pelea Pacquiao-Mayweather fue McLuhan.