Por Rafael Mandressi ///
Desde hace una semana, Palmira ya no está en poder de la organización Estado Islámico. El domingo pasado, el ejército sirio, con ayuda de la aviación rusa y la participación de milicias iraníes, libanesas y afganas, devolvió el control de la ciudad al régimen de Assad. Seis días después, se difundió la noticia del hallazgo de una fosa común con 42 cadáveres: 18 militares y 24 civiles, incluidos tres niños.
Aunque haya provenido de fuentes militares sirias, en las que no es aconsejable confiar, el anuncio es verosímil La existencia de fosas con cadáveres allí donde una organización asesina rigió durante diez meses no sorprende. De hecho, ya en julio de 2015 había circulado un video en el que se mostraba cómo un grupo de adolescentes ejecutaba a 25 soldados del ejército sirio en el anfiteatro de la ciudad antigua.
Sí puede sorprender, en cambio, que al cabo de cinco años de una guerra salvaje que ha causado más de 270.000 muertos, los descubrimientos de fosas comunes de ese tipo no hayan sido más frecuentes y abundantes. La razón quizá sea que en materia de masacres, el régimen sirio nada tiene que envidiarles a los criminales del Estado Islámico. La diferencia es que la satrapía de Assad no filma a sus esbirros cuando fusilan, bombardean, torturan o emplean armas químicas contra su población, mientras que los otros terroristas, los que ahora parecen estar perdiendo terreno, se vanaglorian de las decapitaciones, mutilaciones y atentados que cometen.
De ahí que también pueda uno sorprenderse ante el alivio, cuando no el regocijo que provocó la mal llamada “liberación” de Palmira a manos de las fuerzas de Damasco, con una ayudita de sus amigos rusos e iraníes, no menos aficionados a la brutalidad sanguinaria.
Tal vez el alivio provenga menos de la mejor suerte que podrían correr desde ahora los habitantes que quedan en Palmira, que de saber que los energúmenos que ocupaban la ciudad desde el año pasado ya no podrán seguir dinamitando el sitio arqueológico. La preservación de las ruinas romanas parece importar más que las miles de personas que huyeron de Palmira y no regresan porque sus casas o sus barrios han sido destruidos por los combates y por el bombardeo aéreo ruso.
A la hora de elegir escombros, se prefiere atender a los más antiguos: del lado sirio, con la esperanza de que algún día vuelvan a pasear por ellos, guía en mano, los 150.000 turistas que solían visitarlos por año. Del lado de los países proveedores de esos turistas, porque el historicismo de cotillón que alimenta la ideología del “patrimonio” lleva a creer que las piedras viejas de Palmira, de algún modo, también les pertenecen. Después de todo, esas piedras son “patrimonio de la humanidad”, y hay que llorarlas cuando se las reduce a pedregullo.
La dictadura siria, por boca de su ministro de turismo, el señor Besher Jazgi, ya convocó a “todos los expertos del mundo” para participar en la restauración de las ruinas patrimoniales. En cambio, no ha habido hasta ahora ninguna convocatoria para ayudar a reconstruir la otra ciudad de Palmira, la que está viva, la que no es patrimonio histórico pero donde vive gente.
Con seguridad, habrá expertos y plata que lleguen a Siria para recuperar lo que se pueda en el sitio arqueológico – el 80 %, según se dice. Habrá sin duda colaboración para volver a embalsamar ese cadáver, que no otra cosa es el patrimonio arqueológico, en Palmira o en cualquier otro sitio. Los otros cadáveres, los de la fosa común y los otros cientos de miles, quedarán probablemente como daños colaterales, y de los habitantes de Palmira se ocupará quien corresponda, o nadie. Allá los sirios con sus problemas, a nosotros nos interesan las ruinas romanas del desierto, que no solo también son nuestras, sino que son cultura, animal.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 04.04.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.