Primera entrega de una serie de diez audios con las mejores columnas del blog Urquiza esq. Abbey Road –narradas en la voz de su autor Eduardo Rivero– y que a partir de hoy se emitirán todos los lunes
Por Eduardo Rivero ///
Cuando el tren dejó la Gare d’Austerlitz de París camino a Madrid, los cuatro pasajeros que ocupábamos aquel compartimento nos mirábamos con indiferencia y recelo. Un par de horas después ya eramos amigos, con esa amistad íntima y a la vez fugaz que solo se da en los viajes.
Arlette de Argelia, Rosa María de España, Alfredo de Argentina y yo bromeábamos, relatábamos anécdotas y al amanecer, un poco antes de llegar la Estación Chamartín, intercambiábamos teléfonos y direcciones. Era mayo de 1981 y de ese intercambio surgiría un breve viaje a Córdoba, Argentina, dos años después, visitando a Alfredo, periodista y persona culta y encantadora.
Al llegar la primera noche cordobesa Alfredo me llevó a “un lugar sorpresa”. Por más que pregunté, en el trayecto no soltó prenda. El auto se detuvo frente a un gimnasio donde un sencillo pizarrón anunciaba: “Hoy, Alfredo Zitarrosa”.
Nunca lo había visto cantar. En sus inicios, en la década del 60, yo estaba demasiado ocupado en los Beatles y el rock. Luego llegarían la dictadura que sufrimos todos y el exilio que sufrieron muchos, entre otros el propio Zitarrosa, que pasó por Argentina, España, México y luego de nuevo Argentina. Esa noche lo vería, entonces, cuando aún era un cantor en el exilio.
Dos guitarristas uruguayos, Vicente Correa y Alfredo Gómez, y dos argentinos, Luis Chazarreta y Hugo Coria, acompañaban a ese hombrecito bajo, delgado, de traje negro y peinado con gardeliana gomina. Tras definirse como “un simple obrero del canto” pareció entrar en trance mientras los guitarristas hilvanaban la introducción de Tanta vida en cuatro versos, texto de Washington Benavides y música de Eduardo Larbanois. Y entonces comenzó a cantar:
Una por mi se moría
yo me muero por usted
usted se muere por otro
que mundo tan al revés
coplas con sabiduría
que en el camino encontré
tanta vida en cuatro versos
pa’ mis adentros pensé
Un misil me pegó en el pecho. Las más inesperadas y veloces lágrimas de mi vida cegaron mis ojos. La voz de aquel hombrecito vuelto gigante llenaba ese gimnasio. Ese timbre grave como un trueno, más grave que cualquier bajo eléctrico de rock que yo hubiese escuchado pero cargado de ternura, era la voz de un inmenso artista, pero también la voz del Uruguay. Comprendí que nuestro pequeño, carente, contradictorio y bellísimo país estaba allí cantando. Un país que volvía tras el oscurantismo más absoluto y que esa era su conmovedora voz.
Llóre con clásicos como P’al que se va, Milonga de ojos dorados, Zamba por vos, pero también con temas que nunca había escuchado como Yaguatirica, de Carlos de Mello.
En vivo, Zitarrosa tenía esa “voz más grande que él”, como dijo Enrique Estrázulas, pero además un carisma fenomenal, pese a que cantaba durito como una estaca, de ceño fruncido, y que solo movía las manos cada tanto como forma de acentuar determinados pasajes de los textos. Como si no bastara con esa voz, estaban esas guitarras dialogando, entrelazándose, zitarroseando maravillosamente.
Lo volvería a ver cuando cantó P’al que se va en el espectáculo Adempu Canta, el 7 de abril de 1984 en el Franzini. Y en su recital en el Estadio Centenario, el 12 de mayo de ese mismo año. Y luego en el Club Atenas, en el Cine Censa, en el Palacio Peñarol y en cuanto escenario montevideano pisó hasta su muerte, el 17 de enero de 1989. Pero no voy a olvidar nunca haberme descubierto tan absoluta y entrañablemente uruguayo en aquella noche cordobesa que no terminará jamás.
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Emitido en En Perspectiva, programa del lunes 4.1.2016, hora 10.23. Publicado originalmente en Urquiza esq. Abbey Road, el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net, el 16.9.2015.
Foto en Home: Alfredo Zitarrosa. Crédito: MEC/mec.gub.uy.